Los sucesos del pasado fin de semana en Alta Verapaz ponen en evidencia lo que sucede en un país donde no existe la justicia y se termina dejando que sean los implicados en un problema quienes, a la fuerza, resuelvan las diferencias porque el Estado es incapaz de hacer respetar la ley y que se cumpla el elemental respeto a los derechos de todos los ciudadanos. Hemos visto tantos casos de invasiones y desalojos a la brava que para mucha gente el hecho ya no representa mucho, pero es la consecuencia directa de esa destrucción sistemática que hemos hecho de un Estado capaz y competente para cumplir con sus fines esenciales basado en el imperio de la ley.
No es tarea nuestra, como de ningún ciudadano, juzgar a quién le asiste la razón en ese conflicto en el que los invasores y los propietarios discrepan con argumentos contradictorios que únicamente los juzgados competentes e independientes, además de honrados, pueden realmente esclarecer. No estamos tomando partido por unos o por otros porque, insistimos, es un tema complejo que demandaría que la institucionalidad funcionara con elemental sentido de respeto a la ley para que se vayan cumpliendo uno a uno todos los pasos establecidos en la legislación para resolver conflictos mediante sentencias firmes que se cumplan.
Pero sucede que la corrupción demanda tanta ansia de impunidad que no se ha vacilado en prostituir hasta sus cimientos el sistema de justicia, con el único fin de tener jueces que en vez de estar comprometidos con el derecho asuman una obligación para proteger a quienes hicieron posible su elección para ejercer una magistratura. Y los corruptos, especialmente los de la llamada élite, se niegan a reconocer su gravísima responsabilidad en la destrucción de la siempre escasa institucionalidad que ha habido en el país. Para protegerse de eventuales castigos por el tráfico de influencia o la corrupción burda y descarada, necesitan jueces cuya única misión es protegerlos, aunque el resto del andamiaje legal se haga pedazos, como está pasando ahora.
Los mismos que aplauden la desobediencia a la Corte de Constitucionalidad se quejan de la ausencia de la justicia sin entender que justicia que no es pareja no es justicia y que tarde o temprano esa cultura de irrespeto a la ley se vuelve aún contra quienes supuestamente se benefician de la laxitud del derecho.
Sin justicia institucional surge la arbitraria justicia por propia mano que, como con los linchamientos, llega a situaciones irreparables que tarde o temprano todos terminamos lamentando porque todos podemos ser víctimas de la anarquía.