Por CLAUDIA TORRENS y MARÍA VERZA
NUEVA YORK
Agencia (AP)
El sueño americano de Axayácatl Figueroa quedó reducido en unas semanas a una cama, dolores por todo el cuerpo, problemas para respirar y el té que algún compañero de su piso de Nueva York le dejaba al otro lado de la puerta, desde donde un ataque de tos era la única señal de que seguía vivo.
No podía trabajar, no podía enviar dinero y sólo pensaba en su familia en San Jerónimo Xayacatlán, en el centro de México. Cada mes enviaba a su esposa y su hijo 300 o 400 dólares, gracias a su trabajo deshuesando pollo y cortando carne durante más de una década en el sótano de una cocina de un restaurante vietnamita.
No más. Ahora, Axayácatl, de 42 años, tenía COVID-19.
«Sentí desesperación, no podía hacer nada», asegura.
En la historia de la migración, los mexicanos van al norte a buscar trabajo y su dinero toma la dirección contraria. Las remesas que envían los emigrantes desde Estados Unidos son el motor de lugares como San Jerónimo Xayacatlán, un pueblo de menos de 4.000 habitantes en el estado mexicano de Puebla.
Ahora, sin embargo, el flujo de dólares hacia el sur se ha reducido y está marcado por un ir y venir de miedos ante un futuro incierto.
Los que se fueron a Estados Unidos están preocupados por el sustento de sus familias y les advierten de los peligros de un virus que en México muchos todavía no se creen.
Los que se quedaron en México temen que sus parientes en el norte pierdan sus trabajos o que se enfermen solos y sin documentos para moverse libremente.
La intranquilidad y la angustia las comparten todos, lo mismo en Nueva York que en San Jerónimo.
El latigazo del COVID-19 también ha hecho que algunos se pregunten si los años de esfuerzos, ausencias y trabajos mal pagados en la ciudad que simboliza el sueño americano por excelencia han merecido la pena.
Axayácatl cree que sí. Quien no lo tiene tan claro es su hijo, un estudiante de enfermería de 18 años que vio por última vez a su padre hace 15.
«Hubiera preferido tenerlo aquí», dice Ariel Juan Figueroa con un toque de tristeza en su voz. Sabe que su padre no regresará pronto: es igual de persistente que él.
«No va a volver hasta que tenga más edad o no pueda trabajar».
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San Jerónimo Xayacatlán es un pequeño pueblo mixteco del centro más árido de México que se extiende sobre lomas bajas y secas, sólo cubiertas por algo de verde en época de lluvias. No tiene señal de celular, el agua entubada se generalizó hace pocos años y todas las tardes se queda sin personal de salud. Su motor, sin embargo, está desde hace décadas en Nueva York, donde vive casi un tercio de su población.
La mayoría de esos migrantes dejaron atrás los campos de maíz, el pastoreo de chivos o la recogida de mangos o pitayas —el fruto de uno de los cactus más abundantes en la zona— en las décadas de 1990 y del 2000 para cruzar ilegalmente a Estados Unidos, asentarse y ponerse a trabajar.
Los efectos de este éxodo no tardaron en verse. Las familias crecieron divididas, pero los salarios en cocinas y bodegas neoyorquinas pagaron medicinas, servicios, estudios y cambiaron la apariencia del pueblo.
Los migrantes convirtieron la iglesia en un templo encalado con apariencia de catedral, con adornos en ladrillo y filigranas turquesa y un campanario de tres alturas, visible desde todo San Jerónimo. Sus dólares regaron el pueblo de casas nuevas de cemento, muchas de dos pisos con grandes ventanales, arcos o porches. Esporádicamente se ve una que otra vivienda de adobe, señal de que de ahí no salieron emigrantes o que desaparecieron en el camino.
Ibaan Olguín Arellano, el alcalde de San Jerónimo, calcula que antes de la pandemia llegaban hasta medio millón de dólares en remesas cada mes. Con el COVID, las cosas cambiaron. «Nunca hubo un parón así».
No tiene las cifras, pero en abril y mayo era evidente la ausencia de colas frente a las casas de cambio de Acatlán de Osorio, el pueblo donde los vecinos de San Jerónimo van a recoger su efectivo.
El Banco Mundial y la ONU estiman que las remesas caerán este año cerca de un 20% en América Latina, aunque México parece ir a otro ritmo. Sus migrantes batieron récords en marzo al enviar 4.000 millones de dólares y aunque el flujo se redujo en abril, en mayo se recuperó, en un esfuerzo «sublime» y «heroico» en palabras del presidente, Andrés Manuel López Obrador, porque las remesas se convirtieron en el principal ingreso del país en plena pandemia.
Duncan Wood, director del Instituto México en el Wilson Center, cree que mucho de ese dinero procede de emigrantes que cobraron generosos pagos de desempleo por parte del gobierno estadounidense.
Pero los mexicanos de San Jerónimo que viven en Nueva York suelen hacer trabajos en el sector informal, fuera del control del gobierno, y por lo tanto no pueden acceder a esa ayuda ni a otros fondos de emergencia federal, dijo Wood.
El experto predijo que México se resentirá en los próximos meses, cuando los apoyos por desempleo finalicen, porque el país depende desde hace mucho de ese dinero: los ingresos por remesas son más que los que genera el petrolero o el turismo.
El coronavirus sacudió San Jerónimo, un pueblo con pocos trabajos y mucha dependencia del exterior. La llegada de menos dinero provocó que muchas obras se paralizaran o que el menú diario se ajustara a lo que da la tierra. Pero además, había que evitar que llegara el virus que por un tiempo vació las calles y llenó las fosas comunes de Nueva York.
«La gente está sufriendo aquí y allá lo mismo va a pasar», le advirtió a la anciana Clara Lara su hijo desde Staten Island. Por eso le mandó unos dólares, antes de interrumpir los envíos de efectivo, con un objetivo específico: comprar tela y hacer cubrebocas.
En marzo, en México, nadie hablaba de llevarlos y el mismo presidente seguía dándose baños de masas. Sin embargo, la mujer cumplió lo encomendado. Compró el material, una vecina recortó las telas, otra las doblaba y dos cosían en la casa que su hijo mandó construir para su regreso y que hasta ahora se utiliza como centro comunitario.
En cinco semanas confeccionaron casi 500 cubrebocas y los repartieron entre los vecinos con recomendaciones precisas de Doña Clara: tomar sopas calientes, tés y, sobre todo, que si notaban algún síntoma, se encerraran en sus casas.
Antes de que México empezara a hablar de cuarentenas, los emigrantes de este pueblo, a 4.000 kilómetros de distancia, ya habían impuesto una a sus familias. San Jerónimo se paralizó. Hasta la fecha ningún vecino se ha contagiado, pero seis emigrantes han muerto por el coronavirus en Estados Unidos, según el alcalde.
El 17 de abril, un repique doble de campanas confirmó que había motivo para tanta precaución. Tocaban a muerto. Fallecía un hombre joven, en Nueva York y por COVID-19.
Cuatro días más tarde, moría otro.
«Yo no me creía esto hasta que lo viví en mis carnes», dice Wilfrido Martínez, de 69 años, que perdió a su hijo Mauricio, de 39, un trabajador en una cocina de Nueva York. Era diabético y no se protegió, lamenta el hombre, uno de los muchos que hasta entonces creía que el virus era un engaño de los políticos con fines que no alcanzaba a discernir.
El 11 de julio, casi tres meses después de su muerte, las cenizas de su hijo dejaron Nueva York con destino al panteón del pueblo, en el patio de la iglesia, donde serían enterradas junto a su madre.
Desde los altavoces del campanario, seguían los rezos diarios de una plegaria por el fin de esta pandemia y por sus víctimas.
«Se van con el sueño de hacer algo, pero ahora, con esta epidemia que ha habido, ha muerto mucha gente», comenta Don Wilfrido. «Ahí se acaban las ilusiones».
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Sentado en una pequeña cocina sin ventanas y de paredes naranjas, Axayácatl Figueroa recuerda el golpe del virus con voz tranquila y frases breves.
Apoya los brazos en una mesa con un mantel blanco de flores bordadas. Sobre él hay latas de alubias, frijoles y salsa picante. Un solitario cuadro que muestra los rascacielos de Nueva York y la Estatua de la Libertad de noche es la única decoración en las paredes.
El virus le quitó siete kilos en su pequeña habitación en Nueva York. Bebía sólo el té, agua y algo de comida que sus compañeros de vivienda, algunos también de San Jerónimo, le dejaban al otro lado de la puerta cerrada. «Cuando dejaba yo de toser me preguntaban, ‘¿Qué pasó? Ya no te escuchamos'», explica este hombre tímido, práctico y que huye de todo sentimentalismo.
Debido, en parte, al hacinamiento en el que viven, los hispanos presentaron altas tasas de mortalidad por COVID-19 en Nueva York. Los mexicanos han muerto en esa región más que en ningún otro estado: al menos 760, lo que representa casi la mitad de todos los que han fallecido en Estados Unidos. No hay cifras claras de cuántos se contagiaron, ya que muchos sufrieron la enfermedad en silencio y sin ir a hospitales, como Axayácatl.
Este mexicano dejó a su esposa y su hijo en San Jerónimo en el 2005. El plan era que ella le siguiera poco después y luego mandara por el niño, que entonces tenía tres años, pero las autoridades migratorias estadounidenses la interceptaron las cinco veces que trató de cruzar ilegalmente y ya no lo intentó más.
Todos los meses, Axayácatl enviaba dinero a México religiosamente. Su sueño era su casa, levantada poco a poco a lo largo de los años y todavía sin concluir del todo, y dar educación a su hijo.
Un día se sentía tan mal que llamó a su esposa, Elisabeth Alvarado, en San Jerónimo, y le dijo lo que nunca había ni siquiera insinuado: que si pudiera, volvería a casa. La mujer, al otro lado de la línea telefónica, se quedó de piedra.
«Pasaron muchas cosas por mi cabeza», confiesa ella. Hace casi una década ella le había pedido que regresara a México pero él dijo que no: debía trabajar para la familia. ¿Estaba tan enfermo ahora que lo reconsideraba?
Axayácatl se recuperó del virus después de tres semanas. Su bolsillo no.
La pandemia dejó sin empleo o recortó las horas de cientos de migrantes en restaurantes, la construcción, tiendas de alimentos o limpiando casas. Según el Migration Policy Institute, el desempleo entre extranjeros hispanos en Estados Unidos casi se ha cuadriplicado. Los más afectados son quienes no tienen residencia legal.
El mexicano tuvo suerte y pudo regresar al restaurante vietnamita, pero a tiempo parcial. Llegaba en bicicleta, pasando por delante de letreros chinos con letras rojas y amarillas y decenas de vendedores asiáticos ofreciendo pulpo, cangrejos azules y pescado fresco. Junto a ellos, la «nueva normalidad»: venta de mascarillas y guantes a un dólar.
El virus ha dejado otra huella muy visible en los barrios de migrantes hispanos. La música tropical aún se escucha, pero sus calles están ahora salpicadas por largas colas de quienes esperan una bolsa de comida gratis que reparten iglesias y grupos de ayuda.
Axayácatl no envía remesas desde marzo. Elisabeth, su esposa, le insiste en que no se preocupe y que mire por él, que en el pueblo pueden salir adelante apretándose el cinturón y con disciplina: usar los ahorros, comer cosas más básicas y no vender ningún chivo ni ningún pavo hasta que no sea imprescindible.
Pero el hombre se siente impotente.
«Uno salió a buscar progreso, a ayudar a la familia, a apoyarla y siento que no lo estoy haciendo, que estoy fallando».
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Regresar es uno de los temas más espinosos para los emigrantes, pero es imposible de esquivar en tiempos de crisis.
El 11 de septiembre de 2001, Jorge Vázquez trabajaba en un restaurante de Nueva York. Tras el ataque a las Torres Gemelas la gente empezó a tener miedo, no salía, no compraba y le despidieron. «Fue un desastre», recuerda. Había pánico ante la posibilidad de nuevos atentados, como ahora lo hay a contagiarse con el coronavirus.
A los tres meses regresó a San Jerónimo y aunque volvió a Estados Unidos en 2003, sólo estuvo un tiempo y retornó de nuevo a su pueblo para cuidar de su madre y las tres hijas de su hermana Magnolia Ortega. Ambos cruzaron a Estados Unidos en 2001, pero ella decidió quedarse para poder ofrecer un futuro a sus pequeñas.
Desde su regreso, Jorge, que ahora tiene 42 años, se esforzó porque todas estuvieran en contacto. Cuenta orgulloso el logro que supuso conseguir un teléfono fijo en la casa, escasos todavía en el pueblo, donde sus sobrinas pudieran recibir llamadas de Nueva York.
Recién casado, la pandemia ha reunido en su casa a su madre de 83 años, hipertensa y diabética, a su hermano y a dos de sus sobrinas, ambas en la veintena, con sus respectivas hijas pequeñas.
La familia se ha tenido que apretar el cinturón. Jorge trabaja de sol a sol en el campo y de vez en cuando recibe alguna propina al aplicar sus conocimientos de enfermería lo mismo para combatir una picadura de alacrán que para inyectar a una cabra.
En días recientes, se apuraba a preparar el campo para la nueva siembra de maíz, fumigaba los últimos mangos de la temporada, y cortaba algo de fruta para vender en el mercado que a finales junio comenzó a funcionar de nuevo tras meses de cierre, un golpe sin precedentes porque les dejó sin ingresos justo cuando su hermana perdió su trabajo limpiando casas en Nueva York y los 800 dólares que enviaba al mes quedaron reducidos a 300 .
Salvo una temporada en 2011, cuando se enfermó de cáncer y no pudo mandar nada, las remesas de Magnolia nunca dejaron de fluir. Con ese dinero se hicieron nuevos cuartos, se reconstruyó la cocina tras un temblor donde hoy conviven modernos electrodomésticos con el fuego y el comal; también se pagaron las medicinas de su madre y la carrera de Psicología de una de las hijas, Ivette Guzmán, porque para la segunda ya no alcanzó el dinero.
«De sus esfuerzos se han logrado cosas aquí», asegura Ivette, de 25 años, tras acabar de desgranar maíz con su abuela, su hermana y su hija de dos años. «Pero estamos preocupados».
Y no es porque la cisterna que tenían pensado construir para tener agua en la época seca tenga que esperar, sino por el coronavirus que podría enfermar a su mamá. Aunque se recuperó del cáncer, sigue siendo una persona vulnerable. Ver en la televisión cómo enfermaba gente sana, les aterró.
Los expertos coinciden que los flujos migratorios suelen modificarse en tiempos de crisis, pero sólo de forma temporal, porque tarde o temprano la necesidad de buscar una mejor vida se impone.
En San Jerónimo la emigración se redujo desde 2015. La historiadora Tamara Cardoso, que vive ahora en el pueblo, explica que una de las razones es que tanto los que se fueron como los que se quedaron mejoraron su nivel de vida y las segundas generaciones no quieren repetir el dolor de lo que «implica irte, alejarte de todo, adquirir una vida nueva, ver a los hijos crecer de lejos».
Ivette Guzmán agradece el haber podido ir a la universidad, pero en su memoria todavía está fresca la imagen de su madre perdiéndose en la loma el día que se fue del pueblo.
Ahora su madre da vueltas a la idea de volver con su actual pareja y otra hija que nació en Estados Unidos, pero tiene sentimientos encontrados.
«Todos se marcan un plan», señala la historiadora, pero cumplirlo es otra cosa, máxime cuando todavía se tienen fuerzas para trabajar. «Es muy difícil, tienen sus familias allá y se preguntan ‘si regreso, ¿qué les voy a dar a mis hijos si de eso vengo huyendo?'».
Magnolia desea ver crecer a sus nietas pero sabe que el pueblo no hay trabajo. Y si vuelve, tampoco habrá más dólares.
«Si yo regresara», reflexiona, «no tenemos nada».
Flamantes casas de San Jerónimo Xayacatlán dan fe de estos miedos. Los emigrantes que las construyeron todavía no han vuelto para habitarlas. Están vacías.