Adrián Zapata
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Desde hace ya varios años, irrumpieron las herramientas virtuales para facilitar la comunicación social. Paulatinamente se han ido construyendo redes que tienden a sustituir otras formas tradicionales de comunicación masiva. Mi generación, que ya se encuentra en el período otoñal de la vida, por no decir entrando al invierno, ha vivido cambios civilizatorios con relación a los cuales hemos tenido tremendos retos de adaptación, entre los cuales está el de las comunicaciones.
Todavía recuerdo, desde los vericuetos de mi olvidada infancia temprana, los teléfonos que en lugar de marcar los números, se le daba vueltas a una manija y contestaba una operadora a quien se le solicitaba la comunicación con el destinatario deseado. Recuerdo los telegramas que permitían, en pocas palabras, dar una noticia urgente a los familiares que vivían en otros departamentos. Me parece que fue ayer cuando veía a los exiliados latinoamericanos en México, haciendo fila en los teléfonos públicos que, debido saber a qué afortunada descompostura, permitían que se llamara, sin pagar, a las familias que los extrañaban en el terruño querido, pero negado para ellos por la represión de las dictaduras militares de esas épocas.
Ya más recientemente, aunque no tanto, tengo presente mi sorpresa por el hecho de poder enviarle “un correo”, e-mail le dicen, a alguien que lo recibía inmediatamente y, si tenía tiempo y ganas, respondía de inmediato. La internet apareció como una magia, inimaginable para mí, me costaba ingerir esa increíble sensación de inmediatez en la comunicación.
Pero lo increíble llegó cuando nos podíamos ver, en tiempo real, con aquellas personas que se encontraban lejos, al llamarlas por los teléfonos conectados a internet. Mi mente sólo podía imaginar esta situación recordando la serie infantil de televisión “los Supersónicos”.
Sé que ya el Presidente salvadoreño hace pocos meses en la Asamblea General de la ONU llamó la atención sobre lo innecesario de esas reuniones presenciales cuando se podrían hacer por internet y, en una acción de increíble superficialidad, utilizó ese podio para tomarse una selfie y repartirla a sus seguidores en redes.
Ahora, que estamos en confinamiento, quienes no tenemos la angustia de afrontar la necesidad de salir a trabajar cotidianamente para poder comer, utilizamos las plataformas virtuales de comunicación para contrarrestar los efectos del “distanciamiento social”, haciendo “tele working” para que no se pare por completo el trabajo, para que continúe la labor educativa o bien comunicándonos con nuestros familiares y amigos para mitigar el insustituible contacto físico.
Pero lo que ayer me sorprendió fue participar en un “meeting” virtual donde estaban autoridades ancestrales indígenas del oriente del país discutiendo temas relacionados con su lucha por ser reconocidas como tales y las estrategias a impulsar para lograrlo. Se les veía sentados en troncos en las puertas de sus ranchos o bajo la sombra de un árbol. Sus conversaciones, que ocasionalmente eran débiles por problemas de conexión, eran interrumpidas por cantos de gallos o cacaraqueo de gallinas, seguramente culecas.
Quién iba a decir que, en esta etapa de mi vida, pudiera presenciar esa simbiosis de sabiduría ancestral con tecnología de punta. No hay pandemia que pueda interrumpir la lucha de los excluidos, como tampoco lo pudo hacer la cruel represión que se vivió en los tiempos recién pasados.