Karla Martina Olascoaga
Escritora

Ho debo salir de casa después de tres semanas de cuarentena y, aunque no lo quiera aceptar, he pensado en ello desde anoche. Antes de salir, me disfrazo y me subo al carro. Veo las calles de mi vecindario detrás de los vidrios de mi carro, y, aunque estoy sólo a dos calles de mi destino, llegar en carro siempre implica dar vueltas. Veo todo con demasiada atención y no puedo evitar sentirme prófuga: con miedo pero contenta. Hoy voy como ayudante y copiloto y tengo asignadas una serie de maniobras sencillas en este operativo.

El carro en el que voy se detiene frente a un portón de lámina de dos hojas pintado de uno y mil colores, bastante desgastado y feo. Desciendo del carro con un guante negro en la mano derecha y una bolsa plástica transparente (haciéndola de guante) en la otra. Llevo la llave en la mano y por más que intento, me cuesta abrir el candado (soldado al portón) del enorme terreno que sirve de parqueo público en la 3ª calle esquina con la 3ª avenida de la citadina zona 2. Al fin abro y me hago a un lado para que entre el carro en el que vamos (la nave) mientras me quedo a cerrar por dentro para evitar ingresos inesperados. Me dirijo hacia la nave y me sigo sintiendo rara: torpe y libre a la vez. Contemplo los enormes árboles de ese terreno semiabandonado que está rodeado de casas, cuarterías y uno que otro edificio de apartamentos. Veo que está full de carros; no hay espacio ni para sacar mi Kia viejito. Mientras me encamino al número 8, puedo verlo tapadito con dos lonas azules y olvidado. Lo siento, siempre he personificado mis carros, a algunos hasta les veía cara y les sentía personalidad y todos tienen nombre.

Camino viendo mis pasos -vieja costumbre que me permite engancharme de cualquier fantasía que se me cruce en el camino- y de pronto frente a mí y como ráfaga, se cruza de manera violenta e impertinente una retahíla de gritos, insultos, amenazas y vulgaridades que me arrancan violentamente de mis cavilaciones. Oigo una voz gangosa y afeminada y me imagino a un gordo vulgar con una gran trompa por boca, shukío, de olor desagradable y desaliñado porque es lo que concuerda con lo que mis oídos tratan de procesar en ese instante que se alarga horriblemente; lo imagino a punto de golpear a una mujer que encogida, teme contradecir tamaña avalancha de improperios.

Por un instante quiero creer que es un loco descontrolado o un alcohólico que pelea con sus propias cenizas encostradas en el alma, pero los minutos pasan inclementes y lo oigo agarrar más fuerza y más odio en cada insulto, lo oigo empoderarse en su propia mierda. Le grita inclemente a su… ¿madre? La insulta por haberlo obligado a tomar decisiones, por “tomar partido en el asunto” -asunto que yo ignoro- y lo oigo somatar platos histéricos y “harto” de la suciedad de la casa… Cualquier motivo es pólvora para el odio que desparrama el sujeto sin ninguna vergüenza. Y muy a lo lejos, una vocecita débil y tímida se anima a contestar con palabras sueltas, con monosílabos que lo que logran es desatar aún más el furor incontenible de esa mole que ahora despatarra contra “su padre de mierda” (sic) y mi imaginación que corre a mil debido a la crudeza de esa horrible realidad, me permite detallarlo: un viejo y patético cincuentón insultando a un padre muerto, rumiando su infelicidad, salpicándolo todo de una masa densa y oscura, un perro rabioso babeante de espuma mostrando los colmillos a su víctima, un abusador exigiendo la ropa limpia y el desayuno a una anciana ochentona delgadita que repite el plato por segunda vez en su vida: primero el padre, ahora el hijo. ¿Cuántas veces esas cuatro paredes habrán soportado a los verdugos?

El encierro es la llave de la Caja de Pandora y también del infierno, acostumbrados como estamos a llenar nuestra mente de distractores, compromisos, adicciones (de cualquier índole porque hasta el café y el deporte son adictivos), de compañías indeseables que creemos necesarias, de trabajo en exceso, de miedos, ansiedades, egoísmo, de ignorancia, fanatismos, de mentiras, de ocio, de rabia, envidia, indiferencia, rutina o todo lo contrario (que también suele ocurrir) hasta que un día se acaba la función, se cierra el telón y allí estamos: solos frente a lo que forjamos a punta de repeticiones día a día, mes a mes, año a año. Y no podemos mirar hacia otro lado porque es la dulce o amarga realidad que se yergue frente a nuestros ojos. No hay escape. La vida pudo haber sido una constante fuga hasta que no hay escape. Hemos llegado al final de una senda: o nos detenemos y respiramos profundo y vemos en lontananza lo que está llegando y lo recibimos con curiosidad y empeño, o nos hundimos en el fondo del barranco con toda nuestra mierda a cuestas (como la bestia que hoy me toca oír). Escoge: portal u hoyo. Tú sabes que no hay de otra.

Al fin logro respirar con un silencio, el peor de los silencios: el silencio cómplice. Maniobras más, maniobras menos logramos arrancar al Kia gris que hoy abandona sin retorno el viejo y arbolado terreno del Barrio Moderno zona 2 donde ya no será mudo testigo de la miseria humana. Mi acompañante se lo lleva y yo me subo al otro, a la nave y al llegar a la salida nuevamente abro el portón con mi guante negro y mi bolsa plástica rota y sudada. Saco el carro, lo dejo en la acera y regreso a cerrar la desvencijada entrada. Pero cuando me dispongo a subir de nuevo a la nave, se cruza frente a mí un tipo malencarado sin mascarilla, un ciclista y una mujer que corre a su lado: tres estúpidos indiferentes que muy probablemente contagiarán a su prole. Son iguales de egoístas e inconscientes que el verdugo del barrio.

Hoy justamente un comunicado presidencial (cadena nacional diaria) informó que el índice de violencia intrafamiliar se había elevado estos cinco días de Semana Santa, días ausentes de procesiones, de distractores, de humo, bombas, ruido, multitudes, basura, comida chatarra, calor, disfraces, olor a fritura de feria, a grasa rancia, lleno de colorido y dolor propio y ajeno, lleno de culpas acumuladas que buscan rendijas por donde escapar, pero también llenos de pobreza de alma y de la de a deveras en todas sus manifestaciones humanas posibles. Fiestas católicas, fiestas paganas que aturden los sentidos y exasperan la expiación y llaman al perdón, pero no a perdonar al otro, sino a ser perdonado, fiestas que cubren todo el miasma oculto por cientos de años, carnavales de conciencia, pan y circo, perfecto distractor social (que disfraza los vicios y engalana a una multitud desesperada otorgando la excusa perfecta para sufrir el silencio cómplice de los actos impropios y hasta a veces perversos). Exaltación que inhibe los sentidos y obnubila el miedo existencial inherente. Cinco días de ausencia de ruidos externos, sólo los ruidos persistentes de motores y bocinas de la 1pm en adelante, hora en la que todos aquellos que han estado en la calle por las razones que sean -reales o inventadas- tienen prisa por estar en casa antes del toque de queda.

La cuarentena se ha extendido y los infiernos y Cajas de Pandora están a la vista de todos. Las máscaras se han ido cayendo conforme pasan los días, los prófugos de sus hogares, los consentidores, los malos padres, malos hijos, hermanos indiferentes, los abusadores -y también los conciliadores, los ecuánimes, los admirables, los conscientes- han quedado frente a sus mejores creaciones, a sus bendiciones (de verdad o sólo irónicas), frente a sus loterías o a sus loterías al revés… han quedado frente a sus mejores y a sus peores obras.

Cierro nuevamente el portón, me despido desde lejos de Carlos, el cuidador del parqueo que me hizo la vida amena con sus charlas, su sonrisa benevolente y su sabiduría mundana, simple y cálida. Subo a la nave, manejo con mascarilla y puedo oír mi propia respiración, vuelvo a ver las calles como desde adentro de una vidriera, me siento privilegiada en este nuevo mundo porque una larga enfermedad me entrenó para lidiar con el encierro, pasando por todos los estados posibles (desde el más sublime hasta el más ridículo y doloroso) y de pronto al doblar la esquina, frente al parque Morazán (ahora Jocotenango) me sorprenden un lustrador y un indigente con sendas bolsitas de pegamento, quienes casi al unísono se bajan torpemente sus mascarillas para absorber la penetrante fragancia que los llevará por la puerta grande al mundo del placer, de su placer y evasión con precio de pegamento, nada diferente del egoísmo y la inconsciencia que pude constatar de seres dizque funcionales con los que me crucé hoy, sólo que a diferencia de los otros, estos dos últimos personajes prefirieron no contagiar ni contagiarse.

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