Fernando Barillas Santa Cruz1
Lo que no pudieron lograr gobiernos liberales, dictadores, catástrofes naturales, golpes de Estado y algunos atentados directos contra la tradición que ocurrieron particularmente en 1983, lo hizo en cuestión de días un virus mutado, minúsculo pero peligroso. En el 2020, las actividades propias de la Cuaresma y Semana Santa de Guatemala fueron suspendidas en su totalidad, por la presencia del COVID-19 en el país.
Es el final de la tarde del Cuarto Domingo de Cuaresma de este histórico año. A esta hora, el Nazareno de Luis Cardoza y Aragón, Jesús de Santa Ana, habría terminado su paso por el Parque Central de La Antigua Guatemala y empezaría su camino de regreso, buscando el Tanque La Unión para luego perfilarse rumbo a la Alameda del Calvario.
Así como muchos, yo debería estar ahí.
A su vez, la zona 3 de la ciudad capital, allá por El Gallito, estaría rebosada de alfombras, arcos y altares, en espera de la imagen del Redentor del Mundo que, tras visitar algunas calles del Centro Histórico hasta la Plaza de la Constitución, se dirigiría en busca de su hogar, en donde sería recibido nuevamente como el Rey de su barrio.
Viene a mi mente Jesús de Trujillo en Villa Nueva, el Justo Juez de Capuchinas, el Señor de la Caída de Santa Lucía Milpas Altas, y otras procesiones de distintos municipios del país, cuyas andas se quedaron ese domingo en las bodegas, y sus imágenes de devoción adentro de los templos, bajo la soledad de sus camarines.
La amenaza que significa el COROVID-19 para un país con las condiciones sociales y económicas de Guatemala, provocó que el gobierno fuera asumiendo de manera paulatina medidas que restringieron libertades habituales, con lo cual nos vimos forzados a permanecer en casa, para impedir que el brote se siguiera expandiendo.
Espontánea piedad popular
Por eso hoy, en un momento en el que deberíamos andar vestidos de cucuruchos tras los pasos de la procesión, estamos aquí abrazando la melancolía, misma que también se ha visto exteriorizada en conmovedores episodios que se han registrado durante los últimos dos domingos, a partir de que cobrara vigor la suspensión.
Una de las hermandades de pasión que más sufrió esta coyuntura fue la del Dulce Rabí. La decisión de prohibir la salida de las procesiones se formalizó horas antes del tercer domingo de Cuaresma, día en que tradicionalmente sale a recorrer calles y avenidas de Jocotenango y La Antigua Guatemala.
Con el adorno montado y Jesús ubicado en su sitial de honor, apenas si sus integrantes pudieron abrir las puertas del templo unos minutos, para que su feligresía venerara al Nazareno y expresara con lágrimas frente a su imagen, el duro golpe que significó para el pueblo que le quitaran su procesión. Esa misma noche, los vecinos elaboraron alfombras de pino y flores a las puertas cerradas de la iglesia, y colocaron velas en su entrada.
Al día siguiente la tristeza era más notoria. Las calles del municipio, usualmente tapizadas de alfombras multicolor, estaban vacías. Algunos devotos desafiaron las disposiciones gubernamentales de ese momento, se pusieron el traje morado penitente y se postraron de rodillas a las afueras del templo. Unos cucuruchos llevaron incensarios y otros más interpretaron marchas fúnebres en honor al Nazareno que no salió.
El cuarto domingo de Cuaresma, 22 de marzo, se recordará como la fecha en que se instauró un toque de queda parcial en Guatemala por primera vez en al menos 40 años. A estas alturas, la mayoría de los devotos y feligreses había comprendido que la drástica medida adoptada era necesaria.
Sin embargo, por ser una experiencia inédita, los días en los que debería haber procesión golpearon fuerte. En la aldea de Santa Ana, los vecinos colocaron veladoras en la puerta del templo, y algunos propietarios de viviendas por donde pasaría el cortejo habilitaron improvisados altares, quemaron incienso e hicieron sonar marchas fúnebres, antes de encerrarse bajo llave. La nostalgia ocupó el lugar de las alfombras y la melancolía suplantó a la algarabía.
Esta vez no salió Manuel Tuch de la mano de Cardoza y Aragón.
El Barrio El Gallito, por su parte, amaneció con un nudo en la garganta. Su Nazareno ya ha sufrido vicisitudes antes, como cuando en 1999, minutos antes de salir, el cortejo fuera suspendido por una tormenta que provocó un intenso torbellino a las afueras del templo. Y este año, la Arquidiócesis no le autorizó a la hermandad una procesión extraordinaria el primer sábado de Cuaresma.
Nuevamente la feligresía se hizo sentir, al tapizar el ingreso de la iglesia con arreglos florales y fotos de sus imágenes de pasión, como muestra de cariño y de fe ante los complicados momentos que atraviesa el país.
Así transcurrieron las primeras dos semanas de una Guatemala sin procesiones, algo sin precedentes para las generaciones actuales.
Sin embargo, esto aún no termina.
Lo que se viene
Todo parece indicar que las medidas restrictivas se mantendrán y se extenderán. Lejos de que el virus sea contenido, existen indicadores y estudios estadísticos que indican que la parte más crítica falta aún ser atravesada. Esto, justo cuando los días más grandes de la Cuaresma y la Semana Santa en Guatemala están por llegar.
Pareciera exagerado, pero la salud emocional del cucurucho ha sido puesta a prueba en este período, y lo será aún más a partir del Domingo de Ramos. He podido ver gente cercana que se desmoronó y no supo cómo reaccionar racionalmente ante la situación; otros con mucho dolor pero asimilando la magnitud del momento, y algunos intentado tapar con risas y bromas toda la frustración contenida.
Todas las reacciones, empero, son comprensibles cuando entendemos el peso que tiene la Semana Santa para la identidad personal y colectiva de muchos miembros de la sociedad. Por años, hemos insistido en que es la fiesta nacional del guatemalteco y más allá de ser una expresión de devoción popular, es también un fenómeno cultural, social y económico, que fortalece nuestra idiosincrasia.
Sin embargo, sus cimientos pareciesen ya no ser tan sólidos pues, a pesar de que seguimos siendo un país tercermundista, sostenido desde concepciones criollas, racistas, clasistas y conservadoras, algunas formas de entender la realidad se han transformado. Por ello, ahora son más frecuentes las críticas hacia la tradición, algunas con sólidos fundamentos y otras sin ninguna razón de ser, pero que de alguna manera debieran empujar a la iglesia y las hermandades a asumir acciones mínimas que garanticen, no solo la sana convivencia con los sectores no afines a las procesiones -que ahora son mayoría-, sino también su vigencia por mucho tiempo.
Es en este contexto cuando se nos presenta la pandemia. El COVID-19 ha venido a sacudir la cotidianeidad de nuestra sociedad, absorbida por el individualismo, el consumismo y la evasión de la realidad.
A criterio del periodista catalán Borja Vilaseca, el coronavirus es el detonante que este mundo necesita para hacerle tocar fondo definitivamente al sistema (y a millones de seres humanos), como paso previo a una época que irremediablemente conducirá al despertar de una parte de la humanidad. “Y no por los efectos que está causando en el corto plazo a nivel de salud (contagios, muertes, aislamiento temporal, hospitales saturados, etc.), sino por las consecuencias macroeconómicas que este virus va a traer a medio plazo”.
No importa tanto por qué ha sucedido. Lo verdaderamente importante es saber para qué está sucediendo. Al parecer, la función de esta pandemia global es fomentar la evolución de la consciencia de la humanidad. Y para que ésta se realice con éxito, primero hemos de ser conscientes de nuestra propia inconsciencia.
¿En qué seguimos siendo inconscientes como individuos, como cucuruchos, como cristianos o como sociedad? ¿Qué realidades existen que no queremos ver? ¿Para qué nos ha tocado vivir este capítulo inédito de nuestra historia?
Si esta crisis nos sirve para enmendar, corregir, escuchar y equilibrar, todo este dolor, limitaciones e incertidumbre habrán valido la pena.
De las respuestas que surjan ante estas interrogantes y de los velos que las mismas nos permitan quitarnos de los ojos, dependerá el futuro de Guatemala como sociedad y de la Semana Santa como la principal expresión de fe popular tradicional del país.