Alfonso Mata

alfmata@hotmail.com

Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.

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Alfonso Mata

Nuestros hijos pasan ya los cuarenta años, edad teóricamente respetable. Una edad en que se mira hacia atrás la juventud como un pasillo; y en las tertulias de bares y restaurantes, brotan con la espuma de las cervezas, recuerdos apenas frescos de lo que se pudo haber evitado; lo que se pudo haber vivido, cosa que en mi generación se pudre entre el desvelo.

En lo que a mí respecta, y sin revelar más de lo necesario para no alterarme, viví con y entre ideales humanistas, algunos de los cuales aún permanecen pegadas a mi piel como sanguijuelas. Cuántas veces, al salir de las aulas de bachillerato, de la universidad, sonreíamos cuando veíamos a los viejos embrocados sobre el trabajo y la familia. Mostrábamos indiferencia cuando nos hablaban de patria y odiábamos a los mayores porque no pudieron resolver.  Cuestionamos las certezas del mundo servil y burgués, ridiculizamos a quienes tenían el poder para finalmente odiarlos y terminar envueltos en el silencio. Pocos de los nuestros optaron por la subversión en todas sus formas, “los subversivos” que murieron, lo hicieron sin que los que quedamos concientizáramos la necesidad de ello y su sacrificio.

Finalmente llegamos a la edad de merecer. Nos llamaban adultos, e íbamos a tomar las enseñanzas del jefe o del vecino o de quién sabe quién, quienes finalmente nos jodieron con sus mentiras e hipocresías o con su «¡Vete a la mierda, montón de inútiles que no sirven para nada!» Aquellos (lo que ahora somos nosotros) podían tener mal genio, aun lo veo así hoy, pero nos parecían individuos llenos de salud, felicidad y satisfacciones, que no dudaban en decirnos que estaban satisfechos haciendo lo que hacían, otros lo contrario y otros deshaciendo, pero afirmaban que eran felices o al menos bastante. Siempre creímos que los de arriba estaban haciendo algo, aunque nos era confuso. Un algo que no requería demasiada materia gris y si mucha maña y chanchullo, pues ellos siempre estaban convencidos de que lo que hacían era lo más importante del mundo. Leían la prensa y preparaban y hacían escrupulosamente sus cosas, sus dineros, sus movidas, su jubilación, no a la vista de nosotros, y no les era necesario ir a misa. Hubo menos conformismo en mi tiempo. Teníamos muchas otras cosas que hacer, en que meternos, invitados o no, como para participar en cosas turbulentas, eso cuando alguna vez lo hicimos, lo hicimos bajo tierra. Ante las exigencias de rentabilidad de mejor educación, necesidades y gustitos de la familia, tratamos, aprendimos e hicimos cosas realmente inútiles y no siempre muy cristianas, quizá más de éstas que de las otras.

Ahora, afortunadamente nos albergamos en nuestras casas o en ajenas y somos cada día más idiotas en su sentido exacto, pero saludables y hay muchos idiotas que pueden corroborar mi punto de vista. Afortunadamente nuestra soberbia y vanidad de antaño, la hemos dejado atrás. En resumen, conforme vamos para adelante, no dejamos de ver la vida como una estafa en muchos sentidos, pero nos consolamos, pues somos ya tontos, perdón además tantos. Generalizo por supuesto y tampoco pretendo escupir sobre mi generación, simplemente a todos nos tocó mover el trasero automáticamente.

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