Gustavo Marroquín Pivaral

Licenciado en Relaciones Internacionales. Apasionado por la historia, el conocimiento, la educación y los libros. Profesor con experiencia escolar y universitaria interesado en formar mejores personas que luchen por un mundo más inclusivo y que defiendan la felicidad como un principio.

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Gustavo Adolfo Marroquín Pivaral

Uno de los episodios de la historia que más me estremece y me conmueve es la caída de Constantinopla, en 1453, a manos de los Otomanos. Recientemente se estrenó una serie en Netflix titulada “Rise of Empires: Ottoman”, en la que se ilustra paso a paso cómo se fraguó la conquista de la “Segunda Roma” y otrora capital del mundo conocido. Considero que es una buena serie para darse una idea de lo que sucedió, pero fue el brillante escritor Stefan Zweig con su relato sobre la conquista de la ciudad en su libro “Momentos Estelares de la Humanidad”, quien me cautivó y me llevó a comprender el verdadero drama, desesperación, horror y la tragedia que vivió la ciudad ante el asedio final de Mehmet II, el sultán otomano.

Para el siglo XV el imperio bizantino estaba en franca decadencia, y su imperio que antes ocupaba desde Persia hasta los Alpes, ahora solo se reducía a la posesión de la espléndida ciudad ahora llamada Estambul (en la actual Turquía). Constantinopla estaba defendida por una serie de formidables fortificaciones (aproximadamente un centenar de torres, fosos y trampas mortales) y unas colosales murallas de 12 metros de altura y 5 metros de grosor. Dichas defensas habían repelido y disuadido en repetidas ocasiones a muchos enemigos a lo largo de su milenaria historia. Cualquiera que desease tomar la ciudad, tendría que hacer auténticos milagros de la ingeniería. Para auténtico terror de los bizantinos, precisamente eso fue lo que estuvo dispuesto a hacer Mehmet II.

Para 1453, año del asedio y caída final de la ciudad, Mehmet disponía de 20 o 30 monumentales cañones de hierro fundido, de dimensiones hasta la fecha desconocidas. Resulta curioso que quien vendió la idea de usar artillería de estas dimensiones fue un cristiano llamado Urbas, de origen húngaro. A final de cuentas, el oro y el soborno no conocen distinción entre religiones ni culturas. Las fuerzas que disponía el emperador bizantino Constantino Dragases (Constantino XI) no superaban los diez mil soldados y muchos de ellos mercenarios. Mientras que el sultán disponía de alrededor de ciento cincuenta mil soldados, algunos tan bien entrenados como los temibles jenízaros. Como se puede fácilmente suponer, era cuestión de tiempo que la ciudad cayese, a menos que Europa y toda la cristiandad enviara ayuda de inmediato… ayuda que nunca llegó.

Cuando la esperanza murió en la ciudad, tras rogar ayuda y el envío de mensajeros al Papa y a otros príncipes europeos y con la vana esperanza de un cruel rumor que decía que una flota europea ya había zarpado resultó ser una cruel ilusión, se celebró por última vez una misa cristiana en la catedral de Santa Sofía. En las últimas horas de la ciudad, ricos y pobres, jóvenes y enfermos, nobles y campesinos, soldados y ancianos. Tras la ceremonia, en palabras de Zweig, “Ni el sonido de un arma, pero con el alma en vilo, miles y miles de personas esperan la muerte dentro de las murallas”.

Casi mil años después de que Roma fue saqueada por los vándalos, Constantinopla sucumbe ante el Islam. La cruz se desplomó… el propio emperador Constantino XI muere defendiendo hasta el último hombre la ciudad. Luego de tomar la ciudad, Mehmet “…coge un puñado de tierra y lo esparce sobre su cabeza, para recordarse que es mortal y que no puede vanagloriarse de su victoria. Y sólo ahora, después de haber mostrado a su Dios su humildad, el sultán se pone en pie y entra, el primer servidor de Alá, en la catedral de Justiniano, la iglesia de la sagrada sabiduría, la iglesia de Santa Sofía”.

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