Max Araujo
Escritor
A fines del año 2007 recibí una invitación, con todo pagado -incluyendo una cuota diaria para mis gastos personales- de la Dirección de Derecho de Autor de Colombia, para recibir formación sobre el tema de Sociedades de Gestión Colectiva. Recuerdo mi llegada a Bogotá, un domingo, día en el que se anunció, al anochecer -cuando ya me encontraba en aquella ciudad- que el ganador de la presidencia de la república fue Álvaro Colom.
Para la formación indicada fui propuesto por el Registro de la Propiedad Intelectual de Guatemala -en ese año yo era parte del Departamento de Derecho de Autor y Derechos Conexos- dependencia del Ministerio de Economía. Días antes del viaje compré el libro “Vivir para contarla” que contiene memorias de Gabriel García Márquez, escrito por este extraordinario autor. Desde que inicié la lectura de este mágico relato -a mi juicio un extenso ballenato- me cautivó, por lo que decidí llevarlo para mi estadía de dos semanas.
Durante el tiempo de vuelo de Guatemala a Panamá, y de este al aeropuerto El Dorado, viajé literalmente prendido del libro. Hubo un hecho, entre otros -narrado con la misma maestría de todos los del texto- sobre el famoso “bogotazo” -1948-, del que se ha escrito mucho, en el que se involucra como incitador a Luis Cardoza y Aragón, así como a otros personajes de Latinoamérica.
El “bogotazo” fue la reacción al asesinato de Eleazar Gaitán, un carismático líder colombiano, que habría sido presidente de Colombia si no sucede esa tragedia. García Márquez, en ese entonces un joven periodista, vivió el espanto de esos días -vandalismo, turbas enfurecidas, incendios, linchamientos-, por lo que en cuanto pudo se largó con uno de sus hermanos de Bogotá a Cartagena de Indias, en un avión no apropiado para pasajeros. Según lo narrado -en forma magistral por Gabo- a Eleazar Gaitán lo asesinaron en una esquina de la carrera séptima, en pleno centro de Bogotá -años después se puso una placa conmemorativa-.
El asesinato provocó una reacción violenta de sus partidarios y seguidores. Según el autor, estuvo por esos días arengando a la muchedumbre un muchacho, todavía desconocido, de nombre Fidel Castro, que había viajado a Colombia para observar la reunión panamericana que se realizaba por esas fechas -en la que participaban delegaciones de varios países, entre ellas de Guatemala-.
Motivado por la narración me hice el propósito para visitar el lugar en donde se encuentra la placa conmemorativa. El día que lo hice fue el previo a mi retorno a mi país -ocasión en la que realizaría la compra de algunos recuerdos para obsequiar y alguna cosa para mí, por lo que me llevé para la excursión, en mi billetera setecientos dólares- lo único que tenía, en siete billetes de cien cada uno, una tarjeta de crédito y mi pasaporte -en días anteriores estos bienes los había dejado en la cajilla de seguridad en mi habitación del hotel Tequendama-.
En el momento en el que -supongo que con cara de turista- estaba leyendo el texto de la placa se me acercó una persona que me dijo que era venezolano, me comentó que no conocía la ciudad y me hizo una pregunta -que no recuerdo-. Simultáneamente se acercó otra persona, quien, con voz firme, nos dijo a ambos: “soy agente de policía y quiero ver sus documentos y el dinero que traen”. El supuesto venezolano sacó su cartera y se la entregó. El agente se alejó -yo estaba como paralizado- y regresó en menos de un minuto. “Todo está en orden, no hay problema”. ¿Y usted? me dijo. Automáticamente le puse el pasaporte y los setecientos dólares en la palma de su mano, pero una voz interior me hizo reaccionar, y en un rosario atropellado -en voz alta- le dije “un momento, yo soy diplomático guatemalteco y exijo que llamen a mis autoridades”, simultáneamente a mis palabras retiré el dinero y el pasaporte. En ese momento apareció una cuarta persona que se dirigió al agente y le preguntó “¿qué pasa agente?, ¿qué sucede?”. Este le contestó, “aquí el señor dice que es diplomático guatemalteco”, “está bien, déjelo” fue la expresión de quien aparentaba ser el superior. Una señora pasó a nuestro lado y murmulló “estos agentes siempre fastidiando a las personas”. Todos se alejan. El supuesto venezolano insiste en conversar conmigo. Un insulto salió de mis labios, y comienzo a caminar -mis piernas temblaban-
Dos cuadras adelante encuentro a dos policías uniformados, con mucho nerviosismo, con voz encontrecortada les narro lo que me acaba de suceder. “Vamos a buscarlos” me dicen -regresamos al lugar en donde está la placa-. Ya no les encontramos. Les agradezco a los agentes su apoyo e ingreso a un café. Saco el dinero de la bolsa del pantalón -lugar en el que lo puse casi sin darme cuenta- y lo cuento -descubro que me falta un billete de cien dólares-. Fue menos de un instante en que el supuesto agente colombiano tuvo el dinero, porque al momento de casi ponerlo en su mano lo retiré, pero fue suficiente para que el dinero desapareciera. Durante varios días -ya en Guatemala- el suceso -como si fuese una obra de teatro- se me representó en cámara lenta.
Durante años he viajado- en distintas ocasiones- a Colombia, la mayoría de las veces por reuniones de CERLALC. Tengo excelentes amigos y amigas en Bogotá. Y el mejor concepto de ellos.
En cada ocasión de mis visitas a la capital de Colombia las comparo con la llegada y la estadía de García Márquez en la misma, cuando fue adolescente y joven -narrada en el libro de memorias indicado al inicio de ese relato- cuando después de viajar en barco por el río Magdalena, encontró una ciudad fría y recoleta, muy distinta a lo que es ahora. Trato de recorrer las mismas calles y visitar los mismos lugares. Es un ejercicio de memoria.
Recordé el incidente en el que fui uno de los protagonistas después de ver -la semana pasada, en televisión un programa dedicado a García Márquez, en el que participaron algunos de sus amigos personales. Uno de ellos habló de lo supersticioso que era el autor, y de las veces que tuvo premoniciones. Y a pesar de que cuando me sucedió el hecho narrado este me pareció normal -similar a lo que pasa en cualquiera de los países de Latinoamérica- reflexioné “que como mi visita al lugar donde asesinaron a Eleazar Gaitán fue provocado por Gabo” y me pregunté “¿no sería de éste -a pesar de que entonces estaba vivo- la voz interior que me hizo reaccionar a tiempo?”