Mario Alberto Carrera
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El carro arranca y no sabemos adónde vamos como el difunto Camus.
Día a día me siento ante el timón y muy seguro, muy ufano y muy sensato –según yo– enfilo a dos o tres puntos capitalinos que debo visitar con la absoluta certeza de que sé dónde estoy y dónde están.
Así es y pasa con todo. Vehículos, países, personas. Se programan para partir a Flores, hacia el éxito del progreso, hacia el bien, el mal, la vida o la muerte.
Una noche de febrero de 1976 me acosté para hundirme en un sueño profundo y de placentera sensualidad, pretendí sumergirme en el sueño, pero en ese momento en cosa de segundos por poco traspaso el muro de la vida y entro en los terrenos de la muerte ciega. Camino de un desbarrancadero que no me proponía ingresar aún aquella noche de acogedor cielo frío y estrellado.
Y yo iluso que cree saber adónde vas cuando ignora todo y todos los caminos. Planeando en la arena del caos, programando en el reino de lo incierto, de los accidentes, de la debacle que es la existencia o la realidad existencial.
Cada día es para el hombre una ruleta de tentadoras posibilidades. La blanca pelotita puede entrar en cien o mil hoyuelos diferentes. La fortuna buena o mala –pero nunca adivinable– es el único panorama que arrostrar podemos. ¿Para qué entonces tanta angustia? ¿Para qué tanto organizar? ¿Para qué este afán de dibujar en el horizonte metas a las que seguramente no llegaremos?
Trabajo muchos días –de mis días– en dibujar metas-mitos que pinto sobre esfumables lienzos de bruma. Lienzos que al fuerte sacudir se desvanecen como mi alma en tu corazón.
¿Para qué esta ansia vehemente inagotable para mí de dibujar y dibujar hasta que los brazos se desprenden agotados. ¿No sería mejor que mis manos y mis brazos se movieran a su aire, al vaivén de la corriente, del tornado y que los otros se quedaran silentes, inmóviles, ejercitándose ya en los infames gestos ensombrecidos de la muerte?
Voy y vengo y mis pasos son impulsados –más bien exhortados– hacia la fuerza global de la violencia y no por la paz en la que algunos –contemplados con desdén– son observados por algunos de los mandatarios más eminentes del planeta que no creen en el fin del mundo.
La violencia es la dislocada emperatriz del mundo con sus pequeños lacayos los Señores Presidentes. La violencia imprevisible se aloja como rata sucia y vieja en las covachas, pero también como primera dama o reina en los palacios más cómodos y avejentados cual los linajes de los reinos europeos. La violencia vil o refinada, civil y militar bañan de apestosa materia a todo el que se deja: es la más seductora de la historia.
¿Adónde voy, adónde vas, si es que algún sitio aromado se pueden dirigir mis pasos.
El espacio, el universo (del que muy poquito sabemos, tan poco como de nuestro cerebro). El universo es una inmensa estancia oscura (al que algunos locos le han puesto límites y colocado muros que lo cierran) donde flotan como si no pesaran nada: inmensos balones de brillantes cristales.
Yo los veo y a veces creo que existen o que no. Como la muerte, como la violencia que se disfraza, como el amor. Violento baile de planetas que no sabemos si alguna vez han chocado con furia.
Conocemos tan poco, sabemos tan poco. La filosofía se transforma en tecnología porque vale más, se gana más, se es más conocido. Y entre dos compases o dos tiempos se va la vida que no te da lugar a saber si vale la pena tanto delirio diario.