Leonidas Letona Estrada
Profesor

Todo se iniciaba el 31 de octubre por la noche, cuando mi Santa Madre y mi Padre se entregaban de lleno a confeccionar coronas con hojas de níspero y cartuchos. Nosotros de «shutes» haciendo como que ayudábamos, pero estábamos a la expectativa de ver pasar las «Ánimas Benditas» que no eran otros que los miembros de la cofradía y alguaciles que recorrían las oscuras calles sonando un tamborcito, cargando uno o dos costales y un santito más pequeño que el entusiasmo que les embargaba. Tocaban las puertas y decían la letanía «ánimas somos y del cielo venimos». Todos los vecinos abrían su puerta, entraban las «ánimas» juntamente con el intenso frío del inminente verano; recibían elotes cocidos, pan, ayotes sazones, alguna golosina y unos centavitos y seguían su ruta hasta la última casa.

Se guardaban las coronas, previamente se rociaban con agua fresca y al día siguiente, cuando los gallos servían de altoparlantes para dar aviso que la mañana se iniciaba, mi padre nos gritaba, «levántense mis hijos ya, vamos al cementerio a adornar los panteones». Displicentes, aún con los ojos cerrados por el sueño, nos levantábamos todos y tomando un jarro de café, enfilábamos para el Campo-Santo que está situado en la colina al final de la población; costaba subirla con las coronas a cuestas y los pies entumecidos por la escarcha que alfombraba la grama del camino.

Cumplida la misión bajábamos en carrera a desayunar shecas con cafecito, huevos cocidos y frijolito ¡misión cumplida! y a preparar los barriletes para el día siguiente.

Mi papá tenía gusto especial, muy creativo para fabricar toda clase de barriletes, bien redonditos y les adaptaba zumba de caña de tripa de coche, además ideó, que para que tronara con el aire como avión de combate, le ponía tiras de papel periódico debidamente amarradas a manera que con el aire zumbaba y tronaba, dando la impresión de que se estaba combatiendo contra el viento, las nubes y las bandadas de pájaros. Los hacía volar por medio de una gran pita, hecha de fibra de maguey, que la desenvolvía de una gran bola, redonda como un balón o semejante a un coco. Luego el barrilete tomaba altura y tenía que ser dirigido y manejado con manos expertas, caso contrario se perdería en la inmensidad del gran espacio que era el campo adherido al cementerio general de Chacayá, donde reposaban los seres queridos que ese día se les recordaba con mucha fe y devoción.

Todo el pueblo se juntaba en esa llanura, chiquillos, jóvenes con su barrilete adecuado a su estatura y a la fuerza de sus brazos; los adultos con barriletes grandes y muy bien decorados. Una gran alegría, gritos y llantos, hasta llamadas de atención a los niños por enredar el hilo con otros barriletes. En fin, cada quien se entretuviera y saliera de su propio atolladero. Al mediodía estaba el cielo de Chacayá en su esplendor, brillaba y enviaba sus rayos para que los habitantes sintieran su calorcito tonificante.

En nuestro amado pueblo, después de las lluvias y la neblina de los meses pasados, el cielo también se engalanaba pintado de azul intenso y con los barriletes se volvía un espectáculo inolvidable. En los bosques cercanos penetraba el grito de los patojos, que alborozados hacía subir su barrilete y pensábamos que Dios los recibía como mensaje de los humanos que por un día fijáramos nuestra mirada al azul infinito.

Horas alegres esperando el almuerzo que en otras partes era el apetecido rico fiambre, pero en nuestro pueblo no pasaban de hacer en cada hogar un plato de enchiladas, es decir, una gran tortilla tostada, engalanaba con trocitos de carne, cebolla en rodaja y trocitos de dulce remolacha y queso seco. Las engullíamos con hambre especial. Después la esperada «Cabecera», que consistía en jocotes en miel, ayote en dulce, elotes tiernos cocidos al vapor y un jarro de pinol dulce. ¡Banquete del primero de noviembre en San José Chacayá-! Dice el dicho popular que recordar es volver a vivir y hoy he vuelto a vivir sintiéndome afortunado en mi pueblo, al lado de mis padres, hermanos y demás familia.

Cuatro de la tarde, el sol decía adiós y los barriletes iban cayendo como estrellas fugaces, desmayados, enredados, cansados y tristes pues el día de «fiesta» había terminado. Los hilos tendidos en la grama como un gran manto o un dibujo surrealista de Diego Rivera, tendiéndose en la grama como un gran güipil, por sus distintos colores; los barriletes reposando como grandes mariposas recibiendo los últimos rayos del sol chacayense. Los vecinos mayores, serios, adustos y quizá tristes por un año más de su existencia, enrollando su «molote de pita» y diciéndoles a sus hijitos y nietos: «Guarden su barrilete y su hilo porque, si Dios quiere, servirá para el año entrante».

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