Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Por fin buenas noticias del exterior. Los medios informan de un juicio que captó la atención internacional por varias semanas. La saga apareció en los principales noticieros europeos y hasta en el mismísimo New York Times y ello generó más de 140 mil firmas apoyando a Maurice con el lema de “Let me Sing”. Se salvó Maurice de ser el protagonista principal de la afamada cocina francesa.

Este caso tiene ribetes de nostalgia, de épocas que se esfuman. Maurice encarna a un mundo que se niega a claudicar ante el avance avasallador de las ciudades. ¡Viva Maurice! Viva también lo que representa. Para los acusadores es un tema de ruidos, de evitar más bulla de la que se soporta por el tráfico, los aviones, los motores, los perros, las sirenas, las fábricas, las multitudes, etc. Para los defensores es un tema más simple: el derecho del campo a ser el campo; el derecho de los animales a hacer los ruidos que han venido haciendo desde hace miles de años.

Se enfrentan así la modernidad contra la tradición, las urbes contra la campiña. Se demarcan los límites de la ciudad y lo que va quedan del espíritu rural. Este proceso comenzó con la queja de una pareja que había escogido como lugar de retiro la isla Oleron, al sudoeste de Francia. Inconformes aducían que, en su nueva residencia, el cacareo madrugador de un gallo de la aldea les afectaba el sueño. Era la primera y única queja hasta ese momento. Hasta entonces nadie se había quejado. Como parte del juicio, el togado pasó tres noches en el lugar. Pudo gozar de la naturaleza y constatar que los cantos eran intermitentes, de 6 a 7 y no a las 4 de la madrugada como aseguraban los demandantes. Asimismo, pudo establecer que, si bien el canto era audible no tenía el nivel de molestia y menos si se cerraban las ventanas no lo despertaron. El tribunal condenó a los jubilados a una multa de 1,000 euros por la manera abusiva que presentaron y por no haber tratado de arreglar directamente como primera opción.

El tema no es solo una curiosidad coloquial o folclórica. Hay fibras jurídicas que hacen eco como el canto de Maurice. El sistema legal procura la armonía entre una población cada vez más comprimida y más efervescente. Se demarcan ciertos “derechos adquiridos” de la ciudad y del campo. Quienes aceptan vivir en cualquiera de esos ámbitos debe acomodarse al estatus del lugar –es el caso de los jubilados quejosos–. Por lo mismo no es viable que, en los centros urbanos haya perros bulliciosos, bocinas altas, como tampoco la música estridente de muchos comercios. Pero en el campo priva su ley y bajo ésta, que el burro rebuzne, que los caballos relinchen, que hagan sus ruidos las ranas, los pavos reales (que están de moda), que los loros “hablen” y las guacamayas griten. Viene al caso el reclamo que algunos grupos de agnósticos y de musulmanes hicieron en unos pueblos europeos: que callaran las campanas que lanzan al vuelo en muchas iglesias para anunciar matines, Ángelus y llamar a misa; tienen derecho a seguir sonando porque están desde mucho tiempo antes que los vecinos se mudaran a los poblados.

Y usted, estimado lector ¿Cuándo fue la última vez que escuchó el canto de un gallo? Más aún, el último cacareo que haya escuchado en el campo. Creo que la gran mayoría contestaría que fue hace mucho tiempo. ¡Qué triste como nos absorben las ciudades! ¡Dejen que Maurice cante con todos sus pulmones!

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