Enrique Juárez Toledo

El hombre nace ciego,
atónito y sombrío
sin querer ni saberlo;
crece aún poco para su desgracia;
se reproduce mucho,
como un antiguo pez,
un milenario musgo;
instintiva e infructuosamente
y por fortuna para el aire,
sin quererlo, muere.

Nace para durar,
en sí, lo que un soleado día,
como pestaña débil,
al mismo tiempo que una gota de agua,
un grano de maíz,
pimienta, arroz o trigo;
parecido al relámpago atrevido
de una simple luciérnaga
en su propia noche.

El hombre nace, crece,
se reproduce y mata
enterrando en los otros su tibio
y sustituible corazón morado,
bajo un sinfín de etiquetas,
borracho de esplendor
falso como el olvido
que le brinda el tabaco, el sopor del vino,
el grito de un nuevo niño,
la voz intemporal de los amores
que van del perro al amo,
del esclavo a su amada,
del patrón al mendigo,
de un mínimo beso a una larga tragedia.

Apenas es un día,
un pedazo de aurora
-que penoso- el hombre vive,
y al morir queda en huesos,
en vez de, al terminar sus horas,
poder evaporarse
frente a sus amigos,
mago bien devorado por su propia magia,
en diez minutos justos,
como el gas más sutil
y mortal de nuestra era.

María pudo haber tenido quintillizos
en vez de un solo niño;
más, de esta bella manera
o de la otra, con sus cinco estrellas,
nada habría cambiado:
cuestión sería de ordenar más clavos,
comprarse cinco cruces,
multiplicar olvidos,
bancos y altares,
acrecentar la suma de las magdalenas,
fabricar otras jarras
de estival vinagre,
inventarse otros lábaros,
pagar otros judas y longinos.

El hombre sigue ciego,
atónito y sombrío,
con sus antojos de bandera blanca,
cultivando su polvo, su estallido,
sin querer ni saberlo,
sin más sudario que su piel
ni más consuelo que su propio
tenebroso egoísmo,
pese a sus laureles de poeta
y a su mano de apóstol
y su brazo de verdugo entorchado,
pese a la música y sus paisajes,
a la invención tenaz del arte;
todo porque duerme mucho más de la cuenta,
horizontal, de pie, sentado,
sobre tantos manuales de sabiduría,
como lo quiere, diz, el cielo,
sin alas, ni superaciones.

¡Ah!, máquinas de cóleras,
hombre de ayer, hoy y mañana, peón de pesadumbre,
satánico labriego sembrador del odio,
enemigo del hombre del futuro
yo te siento y te veo profundamente
-perdona- con un día,
puro azafrán con tu sonrisa de ámbar,
disfrazado de jaguar sonriente,
de paloma sin par,
de cardo echando rosas a montones,
de rio con el mar
en sus cortas entrañas,
boxeando con la luna y los luceros;
me baño cada noche en tu agonía
y compruebo que, duro como la piedra,
apenas cuando son tus funerales
principias a entender la redondez del mundo.

Por eso ya me apiado
de mí mismo, de tu ancha insensatez,
ajena al propósito del nardo,
deseoso de saber que ya supieras,
con tus débiles pies
con un futuro siglo,
cual ha sido el oficio de la espina
junto al mirlo de los azahares.

Pero no tomes contra mí, torpe,
la daga, ni el fusil, ni la soga,
por esta advertencia clara.

__________
(1) Del libro ‘Inerme como el olvido’. Editorial José Martí, 1965

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