Vicente Antonio Vásquez Bonilla
Escritor
Valeria era una mujer que se resistía a dar respuestas directas. No le gustaba que la interrogaran, ni aún en las cosas más simples. Si le preguntabas ¿a dónde vas? Te respondía a traer pan o lo que fuera. Si le preguntabas ¿qué vas a comprar? Contestaba, voy al supermercado o a donde iba.
Estaba programada para contestar de esa esquiva manera. Así que si vos querías saber qué iba a comprar, le tenías que preguntar a dónde iba y te recitaba toda la lista de las compras. Si deseabas saber a dónde iba, le preguntabas qué iba a comprar y te daba la dirección del lugar hasta con pelos y señales. De esa manera, sabiendo de qué pata cojeaba, obtenías la información que deseabas.
Esa era una de sus características. Por otro lado era terrible. Solía decir: ¡Yo no me dejo de ninguno! ¡Gato que me araña, no me vuelve a arañar jamás! Yo me reía por dentro y en broma me decía: «mentirosa, si no se deja de ninguno, ¿cómo es que tiene hijos?»
De su marido, no te cuento nada, porque o lo tenía bien domesticado o el pobre, sabía llevar la chucha al agua.
Era una mujer a la que había que tratar con pinzas. Si hubiera escogido la profesión de maga, estoy seguro que hubiera triunfado. Sin necesidad de usar un sombrero de copa y sin valerse de varitas mágicas, de la nada y ante los ojos de los escépticos, extraía problemas de cualquier parte.
En una oportunidad, porque se le dio la gana, se puso un sombrero de hombre que le quedaba bailando y salió a la calle. Se topó con dos señoritas de la capital que andaban de paseo por el pueblo y ellas la vieron, quizás, la encontraron chistosa o ridícula y no pudieron contener la risa. De inmediato, con los brazos en jarra y con el gesto fruncido, se les puso enfrente y les dijo: ¡Y ustedes de qué se ríen! ¿Tengo micos en la cara o qué? Las pobres, sorprendidas, se quedaron mudas y lueguito se fueron como perras apaleadas, con la cola entre las canillas.
Era tan complicada de carácter que difícilmente se lleva bien con alguien. Con decirles que por alguna razón, no tragaba a su suegro y una de sus expresiones recurrentes era: Cuando ese viejo cabrón se muera, yo me vestiré de rojo.
Y cuando ese día llegó, cumplió su promesa.
Como era costumbre en el caserío y debido a las cortas distancias, el cortejo fúnebre se realizaba a pie. Los deudos y las amistades acompañaban al féretro, vestidas de negro y si alguien por su pobreza no tenía un atuendo de riguroso luto, lo hacía con vestimentas de coloridos discretos. Ella era la única que desentonaba en el sepelio. Su color marca diablo y la sonrisa que lucía, estaban fuera de contexto.
El cortejo pasó por el parque, por la calle que conduce al mercado y aproximándose al cementerio, sólo le faltaba cruzar por la calle que conduce al rastro que, por su tipo de actividad, se encuentra situado en las afueras del pueblo.
En el momento que se disponían a cruzar la calle del rastro, pasaban las reses que eran conducidas a su sacrificio. El cortejo fúnebre se detuvo para dejarlas pasar.
A los toros se les notaba inquietos, como si presintieran el destino que les aguardaba o quizás, hasta sus sensibles olfatos llegaba el olor a sangre, que indudablemente emanaba el matadero municipal. De repente, la res más arisca, distinguió el llamativo color rojo del vestido de la dama, concentró en ella su atención y sin dar tiempo a nada, la envistió con furia y allí mismo fue el final de la colérica mujer y de su especial manera de ser.
Algunos dicen, que su suegro, conocedor de la inquina que le profesaba, no quiso irse sólo y coloreó de rojo la tarde.