Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

post author

Luis Fernández Molina

A nadie se le ocurriría corretear por las naves de Notre Dame ni trotar en la catedral de San Patricio ni jugar a la pelota dentro de la Basílica de Esquipulas. Tampoco divertirse en una sinagoga, ni hacer fiestas en una pagoda o piruetas en una mezquita. Simplemente no se lo puede uno imaginar porque son lugares de culto. Son sitios sagrados que inspiran solemnidad y llaman al recogimiento y al respeto. Por esas mismas razones no se permite nadar en las aguas de la laguna de Chicabal. Es claramente un espacio abierto de la naturaleza –y mucho de su encanto en ello radica— pero es también un lugar de peregrinación y adoración.

Es un templo que descorre sus cortinas al ritmo en que soplan los dioses de arriba. Por un momento se aprecia el incienso níveo del terciopelo de algodón que apañan el cráter y a los cinco minutos brilla la tranquila superficie de la laguna. Aguas verdes que reflejan el mundo verde que corona las laderas. Un bosque que baja del cielo para refrescarse en la ribera sagrada.

Para llegar a este místico lugar hay que pasar por San Martín Chile Verde (oficialmente San Martín Sacatepéquez). El camino desde Quetzaltenango es pintoresco, asfaltado y toma unos 35 minutos. En Ostuncalco se cruza a la izquierda, rumbo a la costa, y a poco emerge un pueblo fantástico; un mosaico de casas de dos y tres pisos (remesas) pintadas de los más heterogéneos colores. Sorprende agradablemente la libre expresión estética de los pobladores y el resultado es un delicioso contraste cromático: están a la par de casas anaranjadas, moradas, amarillas, verdes, etc. Todo un espectáculo.

En la parte alta del pueblo se dejan los carros en parqueos habilitados donde se abordan los famosos “toritos” que llevan a los visitantes a la cima del volcán. Es que Chicabal es, ante todo, un volcán hecho y derecho cuyo cono, pirámide, se luce en el horizonte. En el cráter del volcán se formó la laguna. Los toritos no son caros y menos considerando el desgaste de los vehículos y la habilidad de los conductores para sortear los obstáculos y ascender constantemente, unos 30 minutos, en sus pickups de doble tracción.

Todos vemos programas de aventuras y expediciones; de rutas peligrosas y pruebas de sobrevivencia; de viajes a lugares fantásticos. Bien por verlos, pero también vivamos algo de esas emociones. Inyecte un poco de esa adrenalina en las arterias de su espíritu. Aquí en su propio país. En nuestra Guatemala. Vaya a Xela (y aproveche para gozar el Centro Histórico). Diríjase a San Martín y súbase en un torito; agárrese bien y brinque al ritmo de los tumbos de las piedras del camino. Contemple la montaña y los precipicios del ascenso. Y cuando llegue a la cumbre tómese todo el tiempo necesario para comunicarse con su yo interior y con los espíritus de la cumbre, inspirado por la vista de esta mágica laguna.

Artículo anteriorLos no partidos
Artículo siguienteMenú electoral 2019