Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Si bien es cierto, me he jurado muchísimas veces nunca más andar con Gedeón, hay veces que uno se siente tan solo y tan triste, como ciprés de cementerio, tal como bien hiciera la comparación una de mis poetas favoritas. Digo esto porque una tarde de sábado estaba yo tan íngrimo y solo que, si hubiera comenzado a llover, la lluvia habría acarreado mis lágrimas, ya que estaba a punto de echarme a llorar. Pero estaba tan triste y solitario que hasta llegué a pensar que, aunque fuera Gedeón el que se apareciera, me alegraría un poco el corazón.

Y en esos pensamientos tan dolorosos estaba cuando escuché el timbre de la casa. Salí a ver y efectivamente, ahí estaba Gedeón con esa su cara como de perro regañado, como de limosnero con olor a trago; como de hijo que se presenta ante su padre para anunciarle que perdió el grado o que ya embarazó a la novia. Antes de que yo le dijera nada, fue él quien comenzó con la plática.

–Mirá –me dijo– ya está la feria del Cerro. ¿No querés ir a dar una vuelta?

Aun sabiendo los peligros a que me expongo por andar con él en la calle, le dije que estaba bien. Es que pensé que al menos dicho periplo me cambiaría un poco el estado de ánimo tan apesadumbrado que me invadía. Dije adiós a mi mamá y nos fuimos para la feria del Cerro.

Todo estaba muy alegre, mucha gente paseando y comiendo elotes locos, manzanas forradas con dulce, buñuelos y cosas de esas.

–Te invito a un atol de elote –me dijo.

La mera verdad es que yo no deseaba comer ni tomar nada, pero le acepté el ofrecimiento. Tomamos lugar en un puesto de venta de atoles, él hizo el pedido de dos vasos y nos quedamos esperando. Y ahí estábamos esperando nuestros atoles cuando se apareció una señora a todas luces sencilla, casi una indigente. Preguntó cuánto costaba el vaso de atol de elote, la muchacha que atendía el negocio le dio el precio, ella se sacó algunas monedas de su raído delantal, las contó y se dijo, casi imperceptiblemente, que no le alcanzaba. Y estaba a punto de retirarse cuando Gedeón se levantó y la fue a traer del brazo.

–Ilustre señora –le dijo–, pida por favor su atol, que yo la invitaré, no tenga pena, porque tiene usted que saber que es mandamiento bíblico que ante cualquier necesidad uno tiene que ayudar a los más pobres. Ya Nuestro Señor dijo que pobres siempre habrán en el mundo, pero también recomendó que debemos ayudarlos. Yo bien sé que usted es una persona de pocos recursos y que el hecho de que yo la invite a su atol en ninguna forma me traerá algún beneficio, de ninguna manera; pero eso sí, me sentiré sumamente satisfecho de hacer una buena obra; además, como bien lo dice el dicho, hoy por ti y mañana por mí, ¿quién nos puede decir que, aunque es poco probable, el día de mañana yo ande en una situación de tan grande necesidad como la suya y sea usted la que calme mi necesidad de tomarme un atol?

Eso me recuerda a mi abuelita, que siempre andaba velando por los indigentes, viera. No había quién que llegara a la casa se fuera con las manos vacías, ella era de aquel tipo de gente que se quita el bocado de las manos para dárselo a los hambrientos, viera, cuando se murió ni se imagina la gran cantidad de gente que llegó a su velorio, había flores por todos lados y todo el mundo llorando; porque como le digo, era bien buena gente. Yo estoy seguro de que se fue al cielo y desde ahí nos manda sus bendiciones y se mantiene atenta a que a nosotros no nos falte nada, y hasta estoy seguro de que en este momento ella ha de estar muy contenta y satisfecha por la caridad que yo estoy haciendo con usted, o la tía de este mi amigo, ¿verdad vos?, que también es bien buena gente.

Pues mi abuelita, aunque no tuviera nada qué comer, ahí andaba viendo de auxiliar a los pobres. Si viera que para la época de frío sacaba camisas y suéteres al balcón de la casa con el ánimo de que cualquier pobre tomara alguna prenda y se la llevara para cubrirse de las inclemencias del tiempo, viera, y con esas actitudes uno recibe muchas bendiciones, así que no vaya a creer, yo quiero que usted se tome su atol y que le haga buen provecho y se lo pago aquí a la muchacha y sé que hice una buena obra con un pobre y desposeído, pero en el fondo guardo un interés, no vaya a creer, porque yo sé que las bendiciones vienen cuando uno menos se lo piensa.

No hay buena obra que no quede sin su recompensa y eso da felicidad y alegría y paz al corazón y al alma y además Dios Nuestro Señor ve con buenos ojos todas las actitudes de caridad que uno tiene para con los pobres que no tienen para comer. Yo bien sé que el día de mañana seré yo el favorecido en mi trabajo o en mi vida, ya que no se mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios, así que, sin ninguna pena, que le sirvan su atol, tómeselo con calma y alegría y yo me quedaré muy satisfecho y feliz por haber socorrido a una pobre mujer.

–¿Ni sabe qué? –le dijo la señora, luego de que Gedeón terminara con su discurso, –métase su atol en donde le quepa porque no estoy necesitando nada de nadie, ¿oyó?– y se dio la vuelta y se fue.

–Mirá pues –me dijo entonces Gedeón–, la gente sí que de una vez tan mal agradecida que es. Uno ahí queriendo quedar bien y lo único que recibe son insultos.

Yo le dije que pues sí, ¿verdad? Y que tenía razón.

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