Por Farshid Motahari, Oliver Beckhoff y Hans Dahne,
Urmia, Irán
Agencia (dpa)
La ciudad de Urmia está situada junto al lago homónimo que durante años fue un idílico destino de vacaciones en el noroeste de Irán. Su historia es la de aquellos que explotan la naturaleza y acumulan riqueza pero también la de muchas personas que lo pierden todo.
Su historia es también la de una combinación altamente explosiva de cambio climático, mala gestión, corrupción, disputas en la política exterior que acaban llevando a la gente a las calles y que convierten el país en una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento.
Al taxista Rayab Ali le gusta recordar los viejos tiempos en los que el lago era mucho más grande que ahora. «A Urmia se la conocía como la París de Irán», dijo. Venían turistas de todo el país, pero también de la vecina Turquía y de Irak. Hoteles, taxistas, comerciantes del bazar, todos tenían cabida en esta ciudad de unos 740 mil habitantes ubicada cerca de la frontera con Turquía.
Pero eso fue en el pasado. Las imágenes satelitales muestran cómo ha ido reduciéndose la superficie del mayor lago del país. La revista National Geographic señala que su superficie ha disminuido en los últimos 30 años en un 80 por ciento. Prácticamente han desaparecido los flamencos, pelícanos, garzas y patos que solían verse en sus aguas.
Donde los turistas solían nadar ahora hay un desierto cubierto de una costra de sal. Todo parece como el inmenso escenario de un crimen, de un crimen ecológico. «La gente teme ahora que el lago un día se seque del todo», asegura el taxista, de 62 años.
¿Pero qué ha pasado? Se puede resumir diciendo que el cambio climático en Irán provocó una larga sequía e hizo que las temperaturas en verano fuesen más altas, lo que llevó a que se evaporara más agua. Además el lago Urmia recibe menos agua debido a las presas, a los proyectos de riego para la agricultura y a miles de fuentes ilegales. Algunos iraníes están sacando partido de esta agresión a la naturaleza, de la corrupción y la mala gestión, pero son muchos los que pierden. Pierden empleos, tierra que podría ser cosechable e ingresos.
Especialmente preocupante es que el de Urmia no es un caso único, ya que la historia parece que se está repitiendo en otros lugares e incluso con tintes más dramáticos, como es el caso de la turística ciudad de Isfahán, donde antes el río Zayandeh-Rud, que atraviesa la ciudad, sólo se quedaba en verano sin agua.
En la actualidad, sin embargo, está seco gran parte del año. En sus amplias riberas la gente suele acudir para hacer pícnic, pero ya no hay agua. Y lo del pícnic es un problema menor, pues unos kilómetros más arriba las tierras que antes se regaban con el agua del río han quedado yermas. Como consecuencia de todo ello los agricultores pierden su sustento y se ven obligados a emigrar a las ciudades, donde suelen acabar engrosando los barriadas más pobres.
En todo el país podrían ser entre 16 y 18 los millones de iraníes que se han marchado por no poder seguir viviendo en su tierra, una tendencia que aumenta, según el geólogo iraní en el exilio Nikahang Kowsar al que cita el diario The New York Times. No hay datos oficiales.
Las barriadas pobres suelen ser focos de disturbios. El experto apunta los pronósticos según los cuales, millones de iraníes podrían verse obligados a dejar su país antes del fin de siglo, con lo que se produciría una nueva oleada de refugiados.
Desde hace muchos años las sequías están asolando el país. En 2017 llovió un 40 por ciento menos que el año anterior. «Estamos en vías de que el país se convierta en desierto», dijo el vicepresidente Issa Kalantari, que también está al frente del Departamento de Medio Ambiente. En algunas partes del país, la gente se reúne para rezar pidiendo lluvia. Y cuando llueve, muchas personas salen a la calle a celebrarlo y también lo hacen en las redes sociales.
Irán se encuentra en una de las áreas en las que más se está sintiendo el cambio climático, pero la lenta desaparición del lago Urmia es causa sobre todo de la mano del hombre, según apuntan algunos expertos. Mucho antes de que apareciese el concepto «cambio climático», Irán ya lidiaba con la sequía.
En las últimas tres décadas, el Gobierno iraní hizo construir unas 600 presas para obtener energía o para proyectos de regadío con las que se desvían gigantescas cantidades de agua, por ejemplo, para regar los cultivos de pistacho, uno de los principales productos que exporta Irán.
Además el agua ha sido desviada para proyectos industriales, algunos de los cuales se encuentran en lugares que generan más de una duda sobre su viabilidad. Sobre todo han sacado partido personas próximas a la Guardia Revolucionaria, personas favorecidas por el Gobierno, representantes del Ministerio de Energía, así como empresarios de la agricultura, señala el New York Times. «Frente al cambio climático y las escasas lluvias nadie puede hacer nada, pero en los otros temas sí», dijo Hoyat Yabari, de la oficina del Departamento de Medio Ambiente en Urmia.
En primer lugar se debería modernizar la irrigación en la agricultura y no se debería malgastar un recurso tan escaso como el agua, dijo.
El vicepresidente Ishagh Yahangiri viajó en marzo al noroeste del país para presenciar de primera mano el desastre y declaró que se centraría en las empresas que salven el lago. Yahangiri está considerado en Irán como uno de los pocos políticos fiables, a diferencia de su jefe, el presidente Hassan Rohani.
Rohani, que llegó al poder entre grandes elogios prometió mucho, pero ha cumplido poco. Tras varios años al frente del país, no ha podido dominar la crisis económica. El problema con el agua es una de las prioridades de su Gobierno, según dijo. Sin embargo, la crisis política interna, la exterior y la económica le tienen más que ocupado y ha delegado el problema del agua en sus segundos Yahangiri y Kalantari. Se puede decir que ambos se esfuerzan, pero les falta una planificación precisa y sobre todo dinero.
Kalantari señaló que el Departamento de Medio Ambiente que dirige recibe muy poco dinero de los presupuestos. Tan sólo para optimizar y modernizar los sistemas de irrigación de la agricultura habría que inyectar millones y millones de riales, la divisa iraní.
«Sin embargo nuestro dinero va a Siria, Yemen y Gaza», asegura una periodista iraní que preferiere que no se publique su nombre. Tanto para ella como para muchos otros iraníes es incomprensible cómo el dinero del petróleo se destina a aliados árabes en crisis en lugar de invertirlo en el propio pueblo.
Cuando a comienzos y a mitad de año hubo protestas y disturbios en Irán, muchas personas precisamente apuntaban eso: «Ni por Gaza, ni por Líbano, sacrifico mi vida por Irán», se escuchaba decir en las consignas que coreaban los manifestantes.
El responsable de Medio Ambiente, Kalantari, expuso la problemática en otro contexto pero también relacionándolo con el presupuesto estatal. «Si se afirma que el programa nuclear es un derecho del pueblo, también debería decirse que un aire limpio y el agua potable son un derecho mucho más importante de las personas», añadió.
La cúpula iraní no informa de la cantidad de dinero que ha destinado al programa nuclear, pero desde el Congreso de Estados Unidos se indica que supera los 100 mil millones de dólares (unos 86 mil millones de euros).
Estas inmensas inversiones también irritan a las potencias mundiales y poco han contribuido a las sanciones económicas, según señalan los críticos. Sería mejor que se destinara a la protección del medio ambiente, agregan. Según cifras del Ministerio de Salud, entre marzo de 2016 y marzo de 2017 murieron en el país más de 4 mil 800 personas como consecuencia de la contaminación.
Las imágenes satelitales de la agencia espacial estadounidense Nasa de los años 1998, 2011 y 2016 documentan cómo el lago de 140 kilómetros de largo y 55 de años ha ido cambiando. Hace 20 años el agua todavía era azul. Es la época que a la gente le gusta recordar. En 2011 llama la atención el color verde y las marcas de sal. En 2016 simplemente impacta el color rojo. La elevada salinidad del agua cálida tan sólo es del gusto de algunas algas y bacterias, de ahí el color rojizo.
Los habitantes de Urmia intentan salir adelante lo mejor posible, pero la miseria parece inevitable. Dawud Sattari, que en el pasado regentó el hotel «Fanus», recuerda la época en la que el ecosistema del lago todavía estaba intacto. «Las olas llegaban entonces prácticamente a la puerta. Ahora hay que caminar dos kilómetros para llegar al agua», indicó
A consecuencia de ello, Sattari tuvo que modificar el negocio. En vez de ofrecer un hotel a orillas de la playa para turistas, ahora ofrece un salón de fiestas para bodas. «Invertí millones, no puedo tirar la toalla ahora», dijo.
La gente de Urmia no deja de hablar de cómo se está secando el lago. ¿Todavía hay esperanza de que se salve? ¿Debería uno quedarse? ¿O habría que trasladarse a otra ciudad? Muchos de los habitantes mejor situados económicamente quieren emigrar. La frontera con Turquía dista apenas una hora.