Eduardo Blandón
La noticia reciente de que Emmanuel Macron, el presidente de la República Francesa con tan solo 40 años, ha solicitado la consejería de Nicolas Sarkozy, de 63, para salir de sus líos, no ha hecho sino recordarme las veces en que desesperado e invocando hasta al mismo demonio, he vendido mi alma para conseguir mis propósitos por la misma inexperiencia de vida compartida ahora, presuntamente, con el mozalbete Macron.
Dirá usted que eso es propio de espíritus endebles y puede que tenga razón. Agregaré aún más, son pactos fáusticos provocados por circunstancias extremas. Y claro, usted ajeno a ese golpe de adrenalina, le es fácil juzgar con la frialdad típica de quien se encuentra privado de emociones. Es injusto.
Pero seamos razonables. La vida está llena de actos así, calculados a veces, cuando no, en estado de desesperación. Se presenta en la vida política, cuando ve, por ejemplo, los pactos, en circunstancias electorales, entre un antiguo guerrillero y un curtido banquero. El cese de guerras y acuerdos de paz entre grupos en conflicto. Cuando políticamente se unen los opositores contra un enemigo común. Nada más contrario a las leyes dialécticas que esos matrimonios por conveniencia.
En el plano sentimental se dan esas treguas no menos interesadas que las anteriores. Cuando, por ejemplo, el novio invita a la suegra de vacaciones con tal de granjearse quizá no su cariño, pero sí su aprobación. Invitar a la familia de la novia a casa de los papás del novio, semeja la desesperación de Macron en el ejemplo arriba citado.
¿Maquiavelismo? Sí, algo así. Recordemos su frase:
“Hay tres clases de intelecto: el primero discierne por sí; el segundo entiende lo que los otros disciernen, y el tercero no discierne ni entiende lo que los otros disciernen. El primero es excelente, el segundo bueno y el tercero inútil”.
Conviene discernir por sí mismo, pero eso no solo es fatigoso, sino a veces imposible. Por ello, tenemos que fiarnos en un amigo, uno que lo parezca u otro que, sin serlo, pueda echarnos una mano. Macron ha probado que no solo ha leído al autor de El Príncipe, sino que, joven, es aún capaz de vender su alma a Belcebú.