Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
El pasado sábado publicamos un reportaje sobre el impacto que tiene la desnutrición crónica en el país que afecta a 46.5% de nuestros niños, advirtiendo que de no ser por las remesas que envían los migrantes, ese problema sería muchísimo más grave y agudo porque no sólo tendríamos aquí en Guatemala a cientos de miles de infantes de familias pobres, sino que, además, no habría esa ayuda gigantesca que no sólo permite mantener nuestra economía, sino que ayuda al sustento de muchos de los que escapan de la condena eterna que significa el déficit provocado por la falta de alimentación en los primeros años de vida.
No hay que ser científico social ni experto para entender que la pobreza no se puede reducir en Guatemala porque no existen políticas de Estado que se orienten a la inversión en el desarrollo humano y, por el contrario, los escasos recursos del erario se dilapidan en prebendas y corruptelas. La corrupción en el país no es un fenómeno de la época ni un asunto pasajero sino es un vicio estructural que está inserto en nuestra raíz más profunda desde, por lo menos, el Siglo XVI con la acumulación de privilegios para unos pocos en desmedro de los demás, pero que se perfeccionó a partir de la misma Independencia decretada por los criollos antes de que el pueblo la declarara por propia iniciativa.
La desigualdad en el país ha sido provocada por la forma en que se coopta al Estado a fin de que sirva para crear, preservar e incrementar privilegios en una economía mercantilista y los que pagan el pato son esos niños que no tienen ni siquiera para comer lo suficiente para su propio desarrollo físico e intelectual. Afortunados son los que conforman ese inmenso flujo de migrantes que logran radicarse en Estados Unidos porque el cambio, en medio de las limitaciones que provoca su condición de ilegales, se traduce en niños más sanos, mejor alimentados y con acceso a educación pública donde no manda el imperio de los Jovieles.
Entre los pobres, quienes se quedan son los que conforman ese contingente de desnutridos. La relación entre pobreza y desnutrición es notoria y el abandono del Estado en el cumplimiento de su deber de velar por el bien común es patético porque al poder llegan sólo los que pactan con sus financistas un acuerdo que se traduce en patente de corso al político para que robe lo que quiera, a cambio de garantizar los privilegios que enriquecen a los de siempre que aprendieron que vía el financiamiento electoral, al que ahora cínicamente llaman “aporte cívico”, se pueden seguir hartando a costillas del hambre de nuestros niños.
Ese es el sistema que el Pacto de Corruptos quiere preservar. Y cuando se habla de todos esos corruptos que no se piense únicamente en esos rostros conocidos y descarados de gobernantes, diputados, jueces y alcaldes, sino también en aquellos que hasta que vino la CICIG fueron el poder oculto pero que quedaron en evidencia con el destape de sucesivos casos de financiamiento no sólo ilícito sino terriblemente perverso.