Roberto M. Samayoa Ochoa
Coordinador de Género e Inclusión Social
Asociación PASMO

El cuerpo, es el primer territorio del cual las personas debieran apropiarse. Este enfoque ha sido, durante muchos años, una de las principales luchas y propuestas del movimiento feminista, ya que no es un secreto que el cuerpo de las mujeres, a lo largo de la historia, ha sido botín de guerra, campo de batalla y escenario de violaciones y expropiaciones. Las mujeres han visto cómo, los hombres, han objetivado o cosificado sus cuerpos incluso, hasta el día de hoy, cuando millones de mujeres todavía no pueden decidir sobre su disfrute sexual, sobre su salud reproductiva o sobre ejercer, o no, la maternidad.

En el caso de los hombres, el cuerpo ha sido arma de guerra y ha servido para ganar territorios y para ejercer dominación y sometimiento, especialmente, sobre los más débiles y las mujeres. Así, no es extraño observar que casi todas las culturas desarrolladas desde el patriarcado tienen héroes de guerra. Aunque es cierto que en la vida real todos tuvieron características distintas, salvo algunas excepciones todos han sido adoptados por el imaginario del patriarcado. De esta cuenta y bajo la égida del imaginario patriarcal, el héroe de guerra debe tener: pectorales prominentes, músculos en brazos y piernas y mirada penetrante -no puede ser de otra forma, si es patriarcal, debe penetrar-. Siempre que la historia esté contada por el vencedor, la narrativa patriarcal y la de sus héroes incluyen entre su acervo, victorias ganadas en luchas sobrenaturales con enemigos inimaginables o desconocidos. Esto es una constante en la historia local y en la de muchos lugares del globo. Así, no es casual ver colocados en monumentos y glorietas, el “cuerpo deseable” de un héroe de guerra. Tecún Umán, por ejemplo, con su cuerpo halterofílico aparece casi siempre retador en varias plazas del país.

La relación que el hombre construye con su cuerpo es dicotómica. Socialmente está permitido el autodescubrimiento erótico y la autocomplacencia, a pesar de las restricciones que la moral cristiana tiene al respecto, aunque ya desde el bíblico Edén se sabe que puede más la curiosidad que el temor al castigo. Sin embargo, también la sociedad enseña que los hombres deben tener, en lugar de cuerpo, una coraza, dura e impenetrable. Los mandatos sociales: eres fuerte, nada te duele, no puedes llorar, complementan esa dicotomía y hacen que los hombres desarrollen una relación de amor –odio con su propio cuerpo. Por ello, lo que debiera ser más cercano y más cuidado, resulta ser lo más lejano y extraño para los hombres: el cuerpo. Su cuerpo. Su territorio. Siendo así, esa distancia y desconocimiento respecto de sus cuerpos, contribuya a explicar por qué los hombres enferman y mueren prematuramente por causas prevenibles: accidentes cardiovasculares, accidentes de tránsito y adicciones relacionadas con un mal manejo emocional.

Por otro lado, es oportuno recordar que las niñas y los niños cuando nacen lo hacen sin prejuicios en cuanto a sí mismos y en cuanto a los demás, pero a lo largo de la vida se aprenden y se asumen comportamientos que construyen y liberan y también otros que atan y destruyen, en esa relación con su propio cuerpo. Así, en el contexto guatemalteco se aprende, por lo general, que el contacto físico entre hombres debe ser mínimo y casi inexistente. Las caricias positivas de las que habla Claude Steiner son permitidas solo hacia uno mismo, pero no hacia otros hombres; entendiendo como caricia positiva una manifestación de empatía o afecto que puede ser física o verbal. Es probable, entonces, que en el entorno familiar las muestras de afecto hacia y desde los niños estén permitidas, pero con la llegada la adolescencia éstas disminuyen, o desaparecen, por temor al rechazo social.

En el lenguaje y diálogo cotidiano nos encontramos con frases dichas por padres o familiares cercanos que construyen una barrera en la cual desarrollar el contacto, la caricia física y la ternura quedan arrumbadas en el rincón de las arañas. ¿Le suenan familiares estas frases?: “A partir de ahora solo me das la mano, ya no me vas a besar” o “solo podes besar a tus primas pero no a tus primos”. Las consecuencias son fatales: hombres que posteriormente no saben acariciar, que no establecen relaciones de respeto y ternura con hijas e hijos y hombres que no pueden identificar las propias señales de alerta en su cuerpo. De esta cuenta, un cuerpo grande y musculoso se convierte en coraza. No obstante lo anterior, hay experiencias que invitan a ser optimistas y que reflejan que una nueva relación de los hombres con sus propios cuerpos es posible. Al respecto, Mynor Figueroa, participante del proceso de formación en masculinidades de Asociación PASMO indica que: “algunas personas creen que porque somos altos y musculosos somos superiores a los demás, y esto no es así”. Esta afirmación implica el reconocimiento que la masculinidad no responde solamente a patrones fisiológicos.

La relación que los hombres construyen con su cuerpo está marcada por aprendizajes de lejanía y extrañeza de lo que debería ser más íntimo y cercano: su piel, su cuerpo y sus movimientos. El patriarcado más extremo afirma que los hombres no pueden tocarse si no es bruscamente: una palmada, un manotazo, una mirada que rehúye o que se manifiesta retadora es lo común. Descubrir el cuerpo y tocarse con delicadeza es una tarea difícil que implica, a veces, revivir episodios de violencia de la historia personal. Con el conocimiento de esta situación, pero también de que esto es un aprendizaje modificable, durante más de un año, 75 adolescentes y jóvenes de Guatemala, Huehuetenango, Quiché y Totonicapán participaron en un proceso de formación en masculinidades, equidad de género y prevención de violencia.

El proceso fue culminado por sesenta hombres quienes fueron fotografiados por Daniel Hernández Salazar en talleres de exploración corporal de sí mismos y de sus compañeros. Las imágenes captadas por Hernández Salazar dan vida a la exposición “Voladores” la cual documenta ese proceso de encuentro y descubrimiento, respecto al cual algunos de los participantes, como Aarón Castillo, se refirieron de esta manera: “Conocer de mi cuerpo también me ha ayudado a ser más seguro de mí mismo”. Por su parte, Roberto Chales indicó: “En la vida no se trata de ser el más grande en ego y maldad con los demás, sino de ser comprensivo y sensible”.

De los 60 hombres participantes que concluyeron el proceso de formación en masculinidades, doce de ellos fueron más allá y aceptaron la invitación para escenificar la presentación de danza contemporánea “Tz’ikin, pájaro en libertad”, bajo la dirección de Josué Castro y la musicalización de Libertad Sáenz. Sin experiencia previa en danza, estos jóvenes se animaron a compartir en el escenario el descubrimiento de su cuerpo, sus formas, movimientos, flexibilidad, elasticidad y encuentro con los cuerpos de otros hombres sin sexualizarlo, hacer contacto, acariciarse y atreverse a romper las fronteras imaginarias de cercanía y contacto. Hacer este proceso ha sido un parteaguas para los participantes. Para Juan Carlos Ajiataz, la puesta en escena le ha significado tratar de “expresar que todos somos libres y expresar los sentimientos”. Mientras que César Augusto Gutiérrez señala la importancia de que “los hombres no se crean rudos ni territoriales y entiendan que el ser hombre no significa golpear a los demás ni marcar territorio”.

Romper armaduras, liberar alas, abrir ventanas y dejar que los hombres vuelen expresando lo que sienten es un acto disruptivo contra el patriarcado. Hacen falta más alas, más flexibilidad, más ternura, más empatía y más sentimiento. Hace falta volar para disfrutar la libertad porque “un pájaro enjaulado piensa que volar es una enfermedad”. Sesenta hombres han alzado el vuelo, son ciento veinte alas abiertas a la libertad y a la vivencia de una masculinidad que respeta y promueve la equidad de género.

Crédito de fotos:

Daniel Hernández – Salazar / PASMO.

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