Eduardo Blandón
Las lealtades de la izquierda o la derecha tienen que ver más, me parece, con un compromiso con las historias personales que con un sentido elemental de honestidad intelectual. Por ello, más que defender las ideas mismas, fundadas en hechos, se libra una batalla de tipo existencial como una forma de sobrevivencia personal.
Eso hace que las figuras resulten incomprensibles desde la óptica de una conducta moral coherente, al constatar toda clase de malabarismos para justificarse. Propósito inalcanzable aún y cuando las excusas en ocasiones tengan lustre por el enmarañado sistema de argumentos presentados con aspiraciones de objetividad y justicia.
Eso queda evidente, por ejemplo, cuando al defender la dictadura sandinista, algunos rojos o rosados, insisten en la conspiración gringa contra “un inofensivo Estado que ha sido capaz de conseguir esas conquistas que la derecha ni peregrinamente ha podido obtener para su desvalida población”. Y de nuevo, hablan de la confabulación del enemigo del norte contra un líder, que “sí claro ha cometido errores, pero a la vez ha sabido guiar al país por la senda de la vida buena”.
Esa actitud provoca orfandad política y deseos de disidencia en organizaciones que uno creía sin mácula o, si se quiere, carentes de la inmundicia del sistema político tradicional. La confianza en esos líderes que ahora defienden a jefes de Estado como Ortega, queda fracturada por una ceguera voluntariosa en contra del pueblo al que presuntamente defendían y servían.
Esos líderes, juzgados en su momento como gigantes en la lucha, comprometidos con la revolución, tenaces en el combate, quedan reducidos a un enanismo pasmoso que los hace caer en ridículo, en consonancia perfecta con la clase conservadora por la actitud cerril que les impide una crítica sensata. Así, en busca de argumentos, no dejan de mirar a Cuba, escuchar sus emisiones radiales y leer sus periódicos para escribir panfletos dirigidos si no a convencer, al menos a poner en duda las convicciones de quienes pueden.
Desgraciadamente hay una constante entre los de mayor edad. Quizá ya por el endurecimiento de los tejidos, el cansancio de la vista, la pereza intelectual o simplemente por la costumbre de repetir las consignas de toda la vida. Más les hubiera valido mantener el vigor y ejercitar sus reflejos para bien de sus biografías, pero más aún, para la salud de la ideología que hoy ponen en entredicho.