Grecia Aguilera
De la colección de “Urnas del Tiempo” de mi señor padre, don León Aguilera (1901-1997) les presento “Sensación en el Atardecer” que manifiesta: “La tarde es un niño adormecido en la cuna del aire. Diáfano vaso de cristal se eleva, se dora, se sostiene por los dedos de seda del instante. Un carro pasa raudo y su eco se amortigua entre colchones cada vez más distantes. Algo ha detenido la hora. Algo la ha fijado en un momento de oro y plata. Es la inminencia de los celajes, cuando de las nubes suspensas como pensamientos fijos van a flotar los festones matizados. Silencio. Sus rumores son ininteligibles. Silencio. Su lenguaje es polifónico y múltiple. Y quizá estamos para comprenderlo cuando solamente nos quedamos con laxitudes maravillosas. Una gardenia se suspende en el aire. Se mece ligeramente. Se columpia como inclinándose ante un rosal de púrpuras. Enfrente la casa alta, con sus persianas bajas, que nos contempla como un rostro con párpados semicerrados. Se están hablando las flores, las hojas, los ramajes, al soplo de un viento ligeramente verde. Las hojas del plátano se extienden como anchas espadas en una panoplia. Rodeados de soledad estamos como en una isla perdida, una isla urbana dentro de una ciudad. Hemos sido como marginados. El olvido es preferible al boato, a la pugna por la publicidad, a la feria de vanidades de los mediocres y de quienes se colman de ruido, porque dentro no hay espíritu. El espíritu está ávido de soledad y de silencio. Son sus alimentos. Allí están las raíces de la inmortalidad. Más allá de esas crestas doradas, más allá de ese bosque de eucaliptos, cipreses y pinares está el clamor de la urbe. Más aquí ese clamor viene a extinguirse suavemente como las olas van a extenderse y a morir con languidez sobre la playa. La gata blanca hace vigilia. Es como un heraldo pacífico y agradecido a la entrada. Cuántos quisieran tener tan atenta vigilante. Yace sobre el césped que el sol auriverdea y por último se tiende a lo largo. Es como un símbolo de paz y de muelle indolencia. Alguien ha suspendido las manecillas de un reloj celeste en rosa y en oro. El horizonte se está incendiando en malva, beige y gualda. Alma mía, decimos, es la hora del deslumbrante azófar. Abrimos el libro de los ensueños. Y cuando lo abrimos volvemos la vista y un ángel está en el umbral como un pavo real de llamaradas de oro. Ha sido la visión de un instante, ya no está. Se evapora y deja tras de sí esa nube como bandeja, en donde se ofrecen terrones de azúcar de blancura deslumbrante con bordes sonrosados. Cruza un remoto transeúnte. Más que caminar, es como si se metiese en el tiempo. Pasa una linda muchacha, de donde no se sabe surgida, toda en suéter amarillo y falda roja, y más que marchar semeja hundirse en la distancia. Son como sombras coloridas de la vida. Se presentaron y ya no son. Sueños de paso. Sueños en el sueño de ser uno mismo. Un sordo rumor se acerca, se agranda, pasa con megáfonos de violencia en los oídos. Es un bus con sus pasajeros endomingados. Se desliza por el pavimento, es un monstruo de patas rodantes de caucho. Y luego nada. El silencio se apodera del ámbito y en el cerebro se instala una catedral gótica con resonancias legendarias y con sus órganos solemnes. Es el momento de abrirse del alma como una flor de fuego. Es el instante de erguirse del espíritu como una azucena en incendio. Y ¡cómo podríamos recoger estas flores de silencio sino en este recogimiento policromado por los distantes y elevados vitrales del crepúsculo! Es el momento de la oración, de un dios efímero y terrestre al Dios espacial e inmortal. Y el efímero y el inmortal en un instante son uno en la ascensión del ser, en la armonía de la tarde, en el silencio de oro y en la soledad violeta”.