Maco Luna
Escritor
Zigzagueante entre la fila de carros llegó para ponerse a la cabeza sobre el paso de cebra. Poco le importó invadir la zona del peatón. La premura le decía que lo importante era ganar la salida. Una nueva motocicleta pasó a la par; esta otra se jactaba de ser más grande y más potente.
Llamaba mucho la atención que su conductor recitaba fechas en voz alta: 15 de diciembre de 1974, 17 de agosto de 1965, 23 de febrero de 1950, 20 de agosto de 1920, 1 de abril de 1923, 29 de diciembre de 1975, 25 de agosto de 1984… La voz sonaba como dentro de un tubo. Un conjunto de cuero azul cubría el cuerpo del motorista declamador. El casco protector, como careta para soldar, escondía sus facciones.
El de la moto pequeña se preguntaba quién era ese que aceleraba tan cerca sin detenerse y además pregonaba fechas pasadas. La luz verde le dio la orden de salida. El repartidor de comida rápida se quedó atascado en sus pensamientos mientras el otro continuaba su marcha inexorable. El de la motocicleta grande, el Tiempo, jamás volvía hacia atrás; llevaba con él la vida.
El mandadero marchaba de la mano con el libre albedrío: se subía a las aceras, empujado por la prisa y la imprudencia, rebasaba a cuanto automovilista podía, aceleraba y aceleraba, como con ganas de estrellar los nervios contra las paredes. El viento, que lo acompañaba en su loca carrera, jugueteaba con sus ojos y de vez en cuando le arrebataba un salivajo; la vibración hacía que le temblaran las mejillas. Los cambios desacompasados trataban de coger brío, la motocicleta cobraba velocidad, las llantas trepidaban con fervor y entonaban una triste canción de soledad.
Detrás de él, a una prudente distancia, una mujer sin rostro conducía un carro oscuro. Desde el momento en que él firmó el contrato con el restaurante de comida rápida, se hizo delgada la línea entre la vida y la muerte.