Por Jan Kuhlmann/dpa
Arsal.

Laila ríe y realmente parece que le sale del corazón. Hoy es lunes y esta mujer joven, que cubre su cabeza con un pañuelo, y su familia regresan al fin a casa, la pequeña ciudad siria de Flita situada al otro lado de las montañas que hay a sus espaldas, junto a otros más de 800 refugiados. En realidad, su lugar de origen está muy cerca, en línea recta no llega a los 30 kilómetros. Pero para Laila, Flita ha sido inalcanzable durante más de cuatro años.

Entonces, la familia huyó de las bombas de la guerra civil a través de la frontera al país vecino, Líbano. Aterrizaron en Arsal, un lugar desolador. Durante años, toda la familia aguantó en uno de los muchos campamentos de refugiados que se reparten por los valles y las pendientes de Arsal. Hacinados en una morada provisional con un tejado hecho con plásticos, sin trabajo ni esperanza. Cuando había combates al otro lado, podían oír las bombas desde aquí.

Sin embargo, en los últimos meses el Gobierno sirio ha logrado recuperar territorios importantes. El jueves, los rebeldes cedieron el control de una de las últimas zonas que controlaban en el sur del país. El presidente Bashar al-Ássad consolida su poder cada vez más.

En Flita y otros lugares la situación se ha calmado tanto que los refugiados han comenzado a emprender el camino de regreso a casa. En Arsal, 3 mil personas han presentado una solicitud que ahora debe aprobar el servicio secreto sirio, debido a que este lugar está considerado un bastión de los opositores.

La familia de Laila tiene luz verde para volver. «Estoy feliz de poder regresar», dice la joven unos días antes de emprender el viaje. También se alegra su padre, Assad Huria: «Pensé que no volvería a ver Siria». Cuando el convoy pasa la frontera, un sirio retornado da gritos de júbilo al teléfono: «Es un día histórico».

La pregunta es cuánto tiempo durará la alegría. En Flita, a la familia de Laila sólo le espera una casa vacía, completamente saqueada. «Tenemos menos que nada», dice el padre Assad, un campesino de 51 años. «Seremos mendigos en nuestro propio país», reconoce.

Pero en Líbano no eran bienvenidos. Más de un millón de sirios encontraron refugio aquí, una carga para este país mediterráneo sacudido económicamente. En Arsal viven unos 40 mil refugiados, más personas que la población local. Electricidad, agua, colegios… nada de ello es suficiente. «Los libaneses dicen: los sirios son una carga para nosotros», se queja Assad Huria. «Pero no queremos ejercer presión sobre ellos.»

Con este escenario sólo queda una elección desagradable: ¿volver a Siria con un futuro incierto o quedarse sin esperanza ni perspectivas?

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