Eduardo Blandón
Concentrado en cientos de cosas, sin poder salir de la ciudad, el tema del despedazamiento de la red vial en el país era, hasta la semana pasada, relato novelesco, típico de la literatura periodística de esas que se creen solo como artículo de fe por falta de evidencia. Eso hasta sumergirme en la triste realidad.
El viaje a Huehuetenango el lunes pasado me despertó del sueño dogmático, para decirlo muy a lo Hume. O sea, me sumergió abruptamente con el drama chapín de los que viajan con regularidad. No es telenovela o signo de abominación del desgobierno del presidente Morales, es la verdad pura y dura: las carreteras están (literal y metafóricamente hablando) en la calle.
De hecho, no pude llegar a Huehuetenango porque con un poco de lluvia, la carretera se cortó, se la tragó la tierra, quedando atrapado en el extremo de los urgidos por llegar a la ciudad. Las colas eran enormes, el descontento generalizado, la frustración, una moda (si fuera cosa de estadísticas). Siete de la noche, la mayor parte entre filosofando, buscando alternativas, y maldiciendo el fracaso del gobierno, la corresponsabilidad de la empresa privada, la ceguera de los votantes, equivocados por enésima vez.
Hay tiempo para considerar la delgada capa de asfalto traducida en la miserable carretera de Cuatro Caminos. Una vía indigna del siglo XXI, más típica de (uno pensaría), Haití… o simplemente de Estados fracasados, corruptos e ineficientes. Piensa uno en las prioridades del gobierno, del presidente más específicamente, obsesionado por la CICIG, enfocado en librar de la mazmorra a su hermano, a su hijo, a su esposa y a él mismo. Barajando opciones para cuando deje de gobernar, país de asilo, ubicación de caletas, lavados, etc.
Obligados por la mala suerte (casi un castigo divino por tanto infortunio), dimos la vuelta y dormimos en Quetzaltenango. Hacemos cuenta y decidimos partir al siguiente día, martes, a las cuatro de la mañana. Totonicapán, Quiché, Huehuetenango. La vía alterna para llegar a nuestro destino, pidiendo al cielo que no lloviera. La suerte fue semejante, una carretera misérrima, con pobres pidiendo en el camino, mientras tapan los cráteres. Horas sin fin para llegar.
Molido, descalabrado, magullado, hecho una piltrafa (vaya, es exagerado, pero da la idea del estado calamitoso de esas carreteras y su efecto en nuestras vidas), hago lo que tengo que hacer y regreso a medio día. Sí, por el mismo camino, solo que esta vez llueve. Una cola. Me asomo, un riachuelo se ha salido de su cauce y hay que esperar que el camino sea transitable. Carajo, un apocalipsis. Pienso en el Ministro de Ambiente, Alfonso Alonzo, e imbécil, hasta comienzo a darle la razón por desplazarse en helicóptero.
¿Qué mal pagamos los guatemaltecos para que la vida nos trate así? ¿Por qué tenemos que soportar un gobierno tan antológicamente desastroso? Deberíamos, sugiero, tener más juicio para elegir a nuestros gobernantes; luego, establecer la posibilidad de que un grupo de notables (no el Congreso, evidentemente) tenga la facultad de relevar a un presidente en caso de “calamidad pública”, “desastre planetario” e “inutilidad cósmica”. Justo como le pasa al lastimoso cómico de turno. No tendríamos que escribir estos textos quejumbrosos y frustrantes.