Maco Luna
Escritor

Dos veces al año las tradiciones lo traían de regreso. Todos sabían con seguridad que Thelmo Bocanegra vendría justo en las fiestas de diciembre, y apostaban a que tampoco fallaría para la Semana Santa. Los más agradecidos con su llegada eran los borrachos del lugar, ya que con la ayuda de los años y el guaro se había estrechado la alianza entre ellos y Thelmo. Él los consideraba sus buenos amigos, y ellos, amparados en esa amistad, aprovechaban su estadía para agarrar furia durante los días o las semanas que durara la visita. Chepe Chupe era uno de los borrachines. No se soltaba del brazo de Thelmo ni del cuello de la botella.

El recién llegado era una bendición. Invitaba a todo y a todos. La gente respondía a esa esplendidez con reverencias cariñosas donde se cruzara con él. Ya fuera en la tienda, en la cantina o en la calle, la amabilidad era la reina de la comunicación. Buenos días, doña Licha. Buenos los tenga usted, Thelmito. Salúdeme a su mamá. Ah, y de paso, encárguele diez tamales especiales para Nochebuena. Con mucho gusto, doñita. La vida era una sonrisa pletórica de buenos deseos para esas fiestas en aquel vecindario.

Ese día, para no variar, Thelmo amaneció con resaca y antojo de comer tamal. Mandó a traer cerveza y se sentó a degustar el bocadillo patrio (masa de maíz con recado de tomate y tropiezos de carne; todo cocido y envuelto en hoja de plátano). Los zumos del alcohol y la añoranza por la degustación guatemalteca no le permitían medir la realidad. Casi sin masticar engullía y fue así como se atragantó con un hueso de pollo. El rostro de Thelmo se tornó violáceo y sus ojos reflejaban la desesperación por la agonía: asfixia. Los demás comensales no sabían qué hacer, unos optaron por el masaje, otros por los golpes en el pecho, los terceros le alzaron los brazos, pero nadie pudo hacer nada, su aturdido corazón estaba condenado para siempre. Las sirenas de las ambulancias anunciaban que llevaban prisa, rodaban veloces con la seguridad de que llegarían tarde. El trepidar de las llantas fue inútil. Los bomberos dieron el parte: Thelmo Bocanegra había muerto con un hueso atravesado en la faringe.

Los vecinos no lo podían creer. Los bolos lloraban al compadre mientras los menos afectados hacían los trámites necesarios para el servicio funerario. Durante el primer día del velatorio la afluencia de dolientes en la capilla ardiente era escasa, por lo que alguien tuvo la idea de que lo mejor era velarlo en el barrio, allí donde él había sido el rey de la amistad, y así también se le haría tiempo a los deudos que vendrían de Estados Unidos para darle el último adiós.

Esa noche las calles del sector se llenaron de sillas blancas alrededor del ataúd. Cualquier hijo de vecino pasaba a entregarle una lágrima, ya no digamos los borrachos, que estaban deshechos por la partida del compañero de juerga. ¿Por qué te fuiste?, ¡por qué! ¿Y ahora quién nos va a alivianar el chupe? ¡No te vayas, amigo, no te vayas!

Como la gente que vendría de fuera no daba señales, el velatorio se extendió por varios días. Las calles continuaron llenas de sillas blancas y el muerto en conserva comenzaba a despedir perfumes. Los que antes lloraban empezaban a sacar equipos de sonido y convertían la tristeza en parranda. La muerte iba reuniendo a quienes tenían muchos años de no verse y este era motivo para celebrar. A los tres días de fiesta alguien preguntó: ¿Hasta cuándo lo vamos a veilar? Hasta que el cuerpo aguante, contestó la general.

Más allá de la superficie espumosa del tiempo, bailoteando con desenfreno se apareció la viuda, entre risotadas, al compás del zapateo enajenado, frente a la caja del muerto. Los vecinos, que aplaudían los movimientos eróticos de la mujer, gritaban ¡ole!, ¡hurra!, pasmados por esa forma peculiar de celebrar la tristeza. Algunas señoras se persignaban ante el espectáculo, pero igual seguían con mirada atenta y barriga dispuesta la fiesta en honor de quien tanto amara, decía su esposa, la felicidad.

Al cuarto día, por fin, al compás de las cancioncitas piadosas de siempre se consumó el sepelio. Aquella tarde de diciembre, bromas, risas y suspiros se confundieron en el camposanto, solo los bolos agitaban la bandera del lamento. Lo único claro en el viento fue el vuelo triste de las campanas de muerto.

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