Eduardo Blandón

La tarea de educar no suele tener un solo significado.  Varía según la fortuna o desgracia de los resultados alcanzados.  Y siempre tendrá que ver con cierta dosis de suerte en materia de circunstancias que serán fundamentales para responder al juego de esa especie de destino de cada actor.

Pero no siempre somos conscientes de ello, razón por la que, por ejemplo, un maestro puede sentirse corresponsable del drama de sus alumnos (quizá ahora hechos hombres o mujeres).  Dirá, si es un maestro reflexivo, que quizá descuidó al estudiante ahora convertido en capo de un cártel de la droga o miembro conspicuo del Congreso de la República (la diferencia es ínfima entre ambos).

Los padres de familia, los educadores, la iglesia y quienes cumplen de alguna manera la función de educar, a veces olvidan que su operatividad es limitada.  Que su abono es importante en materia de buenos frutos, pero que la educación de la persona humana es mucho más compleja que la cosecha puntual gracias a la poda y el riego.  Lo es, en virtud del libre albedrío, las circunstancias y, si me apuran, también a eso que llaman los cristianos “mysterium iniquitatis” (la tozuda inclinación al mal que no podemos evitar).

Esta perspectiva está lejos de la resignación o la capitulación de quien afirma un cierto determinismo.  Me refiero a esa que deja pasivos a ciertos padres de familia porque “al final, Dios dirá”.  Creo más bien que nos pone en el horizonte de una realidad que nos hace sensibles de nuestros límites, pero que a la vez no nos exime del protagonismo educativo.  Sabiendo que, aunque no todo está en nuestras manos, nos corresponde ejercitar los músculos morales de nuestros hijos.

No hablo de campos de entrenamientos para la guerra como eso del libro de Job, “¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra?».  No nos pongamos bélicos, al referirme al fortalecimiento de los músculos morales, escribo sobre la formación total, con énfasis al tema de las emociones, la inteligencia y la sabiduría.  No se trata de la conquista del poder o el éxito, según las convenciones de la contemporaneidad, sino al dominio en terreno propio para alcanzar la dicha, según las posibilidades particulares.

Una vez formados los discípulos no hay garantías.  Cuente con que alguno pueda salir fallado o que simplemente el destino, la suerte o una libérrima decisión lo conduzca a convivir con una piara de cerdos (¿recuerda el relato del hijo pródigo?).  Por fortuna, como en el caso de la Parábola bíblica, siempre hay una esperanza… puede ser que al final triunfe la semilla de la sensatez y quede reivindicada la educación.

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