Oscar Clemente Marroquín
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Por generaciones, y acaso desde la misma Independencia, Guatemala se caracterizó por su peculiar statu quo en el que los sectores más poderosos se aseguraron muchos privilegios pero de manera muy especial el de la impunidad, lo cual funcionó a la perfección hasta que se llegó a un desborde de tal magnitud que explotó cuando se conocieron los casos paradigmáticos de la corrupción durante el gobierno del Partido Patriota que llegó a extremos en materia de desfachatez y cinismo. Pero una de las cuestiones que llegaron a ser esenciales para la administración eficiente de ese “estado de los hechos o de las cosas” fue el modo operativo que se encontró, sobre todo a partir de 1985, para cooptar al Estado por medio del financiamiento electoral.
Empezó siendo un “ingenioso” método para comprar a los políticos que gustosos se pusieron al servicio exclusivo de los intereses de los financistas y en cada una de las elecciones se fue perfeccionando el jueguito y lo peor de todo es que la ciudadanía sabía que de esa manera se operaba sin que nadie se inmutara ni se inquietara por los efectos de ese contubernio. Yo varias veces escribí que los candidatos literalmente le terminaban vendiendo el alma al diablo porque al recibir esos fondos que fluían anónimamente en grandes cantidades, estaban asumiendo compromisos que luego pagarían con los fondos del Estado o con favores que, de todos modos, resultarían onerosos para la población.
Lo ocurrido la semana pasada, cuando el empresariado presentó su programa de transparencia, evidenció lo que puede ser uno de los cambios más importantes en el statu quo de Guatemala porque de alguna manera se anuncia un cambio en prácticas que llegaron no sólo a ser muy comunes sino que, además, se vieron como la cosa más normal del mundo dentro de un sistema en el que el tráfico de influencias era pan de cada día.
El reconocer que se ha actuado mal, como lo llegaron a decir claramente algunos de los expositores, es un paso que hubiera sido absolutamente inimaginable a lo largo de nuestra historia porque los grupos poderosos jamás admitieron haber cometido errores, no digamos algo más que un simple error.
Y la actitud de empresarios valientes al reconocer los hechos abre la puerta para un nuevo debate sobre el país que tenemos y el que tenemos que construir porque podemos hablar sin eufemismos de la realidad y de lo que necesitamos para enderezar el rumbo. Bien se dice que el primer elemento para resolver un problema es reconocer su existencia y en nuestro caso la negación sobre el impacto que tenía el financiamiento ilícito en el descalabro de la institucionalidad era absoluta. Nadie lo reconocía y cabalmente cuando la Comisión Internacional Contra la Impunidad y el Ministerio Público presentaron el Caso de Cooptación del Estado fue cuando se produjo ese burdo divorcio de muchos sectores de gran poder que empezaron a criticar el trabajo de la CICIG y el MP, situación aprovechada por los que suscribieron el Pacto de Corruptos para crear artificialmente la polarización que tanto daño ha hecho.
La posibilidad de tener un nuevo statu quo orientado a la decencia y la transparencia es ahora más clara.