Por Rafael Romero

En un pequeño comedor de la zona 7 capitalina, un hombre cualquiera pasa el tiempo sorbiendo lentamente una Pepsi-Cola. Un cenicero, cerca del brazo derecho, contiene dos colillas apachurradas y un bodoque blanco, un chicle

Es el único cliente; quizás por el aguacero que golpea las calles o porque son las cuatro y media de la tarde, y el comedor se ha vaciado. A punto de dar el último trago, nota que un viejo entra, un tanto acelerado, deja un paraguas desteñido cerca de la entrada, dice unas palabras incomprensibles (habla consigo mismo, más bien), y se acerca al mostrador no para comprar sino para pedir sencillo de un billete de cien quetzales.

Acaban de pagarle un trabajo atrasado; puede que sea albañil o marmolista. Su idea es comprar unas chucherías para sus nietos antes de llegar a su casa; comprárselas a Calín, el chiclero. Hay un radio con dos pequeñas bocinas sobre la refrigeradora.

El viejo, con un rostro que bien podría ser el de un tacuazín o el de un jerbo —según el criterio de quien, con un poco de imaginación, lo explore de cerca—, parece resentirse al notar que el volumen es excesivo y se mueve un poco hacia atrás atento a los movimientos de la dependiente, una mujer de unos cuarenta años que da la sensación de que habla para dentro o con alguien que sólo existe en su interior, una mujer de aspecto anfibio.

Sus gestos, mientras hace cuentas con las manos debajo del mostrador, no son precisamente de tranquilidad ni de agrado. Mientras el viejo se sacude lo mojado de las mangas de su suéter, decide girar su cuerpo para darle un repaso visual al comedor y entonces se topa con la mirada seria del otro, y le sonríe. Una sonrisa instintiva, espontánea.

El hombre no responde ni con una mueca; continúa así, impasible, con el dedo índice metido en la boquilla de la botella, balanceándola sobre su base como si se tratara de una perinola.

El viejo parece impacientarse o quizás comprende la molestia que está ocasionando y le dice a la mujer que mejor le sirva un café con leche, sí, un cafecito, repite, y que lo cobre del billete (como si esa fuera la mejor manera de arreglar el inconveniente que la mujer prevé: quedarse sin sencillo), que se va a sentar esperar a que pase el agua y que si es tan amable de bajar un poco el volumen.

A la vez que abre la refrigeradora para sacar la leche, la dependiente sube la mano y baja el volumen del radio, tanto, que por la lluvia casi no se oye. El viejo se sienta, dándole la espalda al otro.

Éste, deja la botella sobre la mesa, al lado de cinco quetzales en monedas, lleva su brazo hacia atrás, saca una Bersa 9mm de la cintura, se levanta, da unos pasos y dispara tres veces, a quemarropa.

Luego, evita la presencia de la dependiente (que grita de manera salvaje y huye a la cocina), patea el paraguas y sale del comedor con una tranquilidad que desprende resignación y desgano, como un coyote dejando atrás a maleza en donde sólo quedan huesos relamidos y pellejos disecados.

La lluvia continúa perenne y el hombre se aleja pegado a las paredes de las casas, molesto e indignado, con ganas de dispararle a los carros que pasan demasiado rápido, salpicándolo, o de llegar a su casa para golpear a su mujer o para vejar y amedrentar a una de sus hijas, la que acaba de cumplir trece años, porque en la colonia se rumorea que tiene varios novios.

Entonces corre, como si presintiera que alguien lo está llamando y, mientras lo hace, intentando esquivar los pequeños charcos que se forman en las banquetas deterioradas, empujando a dos o tres peatones que se atraviesan en su camino, recuerda la figura del viejo y masculla en su cerebro lo siguiente: Cuando Vicente Fernández esté cantando que no se te ocurra decir que le bajen volumen, pedazo de mierda, y menos cuando la canción vaya a medias. Es una falta de respeto, ¿me entendés?

Rafael Romero. (Jocotenango, Sacatepéquez, 1978). Licenciado en Letras por la Usac. Ha publicado en revistas locales e internacionales y ha sido incluido en varias antologías. Sus libros: “Génesis y encierro”, “Distensión del ansia”, “El elegido”, “Chichicaste, Zánganos y Orgánica palabra”. Creador de la revista digital Te prometo anarquía.

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