Juan Fernando Girón Solares
Colaborador Diario La Hora

Este relato está basado en la conocida Leyenda –La visitante de los sagrarios– publicada por Héctor Gaitán, en su obra La calle donde tú vives.

CAPÍTULO IV

Humberto viró sobre la cuarta calle hacia la décima avenida hasta el Edificio del Registro General de la Propiedad, aquel que fuese inaugurado en 1896 durante el gobierno del General Reyna Barrios, cuyo esplendor contrastaba con el reflejo de la luna llena y en la creencia de poder bajar por la novena calle oriente hacia la doce avenida, pasando a un costado del Mercado Colón y así arribar a Santo Domingo.

Humberto fue detenido en su paso por un policía de tránsito que luciendo su caqui uniforme le hizo señas al llegar a la once avenida, frente a la antigua Casa Presidencial. “¡Deténgase, no puede continuar!”, fue la orden, “en breve estará pasando la procesión”…

Ante esta situación, no hubo más remedio que obedecer. “Señorita, perdone, le indicó el chofer a su acompañante, debemos estacionarnos, no puedo quedarme a media calle, tenemos que esperar el paso de la procesión”. “Está bien”, respondió de manera escueta la dama. Al estacionarse, el conductor invitó a la pasajera a salir del vehículo para contemplar el paso de la procesión, pero ésta se rehusó indicando que se quedaría en el asiento trasero. “Muy bien, como usted mande”, replicó. Serían más o menos las siete y media de la noche, cuando por la doce avenida y luego de pasar frente a Santo Domingo, la cruz alta y los ciriales asomaron por la esquina presagiando el paso de la imponente procesión de Cristo Rey.

Los ya cansados cucuruchos luego de unas nueve horas de cortejo, luciendo sus paletinas y cinturones blancos, túnicas y cascos de color morado, empezaron a desfilar frente a los ojos de Humberto. A pesar de no ser un hombre religioso, nuestro protagonista empezaba a maravillarse con estas muestras de devoción y la entrega sincera de los devotos. Vecinos de la cuadra habían preparado una hermosa alfombra para la imagen morena con su mirada al frente, y más allá los trabajadores de una fonda y otros del conocido –mesón de oriente– se aprestaban a regar con el uso de unas antorchas y refrescar así el empedrado de la calle, colocándole flores y pino, por donde en breves minutos aparecería el anda portadora de la belleza incomparable de Jesús de Candelaria.

Las notas de una marcha fúnebre que le pareció a nuestro personaje automovilista muy conocida, inundaron el ambiente de la noche y en la distancia, principiaron a pasar las filas de los devotos con su uniforme penitencial, algunos con el rostro enrojecido por la fuerte insolación del mediodía, portando ahora candiles y velas para iluminar el paso del cortejo y casi dos cuadras detrás, los estandartes dieron paso a la Imagen Consagrada del Nazareno de Candelaria, que luciendo una hermosa túnica de color morado con impresionantes bordados en hilo de oro y en medio de una enorme corona de espinas, decorada a su vez con zarzas y azucenas, se mecía solemnemente en su trono procesional, llevado en hombros por veintidós devotos cargadores.

Las andas iban hermosamente iluminadas utilizando como fuente, pesadas baterías de automóvil. Esto doblegaba el esfuerzo de los penitentes. Fue muy impresionante para Humberto, contemplar el paso procesional de Jesús de Candelaria, seguido de la bellísima imagen de la Virgen Dolorosa, acompañada por considerable cantidad de damas devotas que se enfilaban hacia la Avenida de los Árboles, en busca ya del retorno a su templo parroquial.

La procesión se detuvo por unos instantes frente a nuestro personaje. Aquel momento quedaría grabado para siempre en la mente de Humberto. Le dio un no sé qué el observar el fervor de los cucuruchos y las devotas cargadoras, el silencio y el respeto, el incienso, el sonido del redoblante y la entonación inconfundible de las marchas fúnebres, sin dejar de meditar en la escena que realizaba el público al contemplar el paso de ambos cortejos procesionales, con ojos llorosos de emoción, de tristeza o de añoranza.

Humberto le preguntó al último de los penitentes que acompañaba la procesión: “¿De qué iglesia es esta procesión?” –“De la Candelaria, entre el Cerrito del Carmen y la Avenida de los Árboles”– fue la respuesta que obtuvo. “Gracias, amigo”, replicó nuestro protagonista.

El taxista luego de haber concluido el paso de la procesión, se persignó de nuevo y dio gracias a Dios por haber vivido ese momento, algo muy especial tocó su espíritu; abordó de nuevo su taxi donde respetuosamente la luctuosa pasajera lo esperaba cómodamente sentada en el asiento trasero, y enfilaron por fin mediante la doce avenida hacia el Templo de Santo Domingo.

Las altas palmeras del atrio dominico permitieron que la visitante de los sagrarios, una vez más se perdiera entre los fieles devotos hacia el interior del templo. Como las horas avanzaban de manera inexorable, el cálido ambiente del atardecer dio paso a un frío viento de la noche, el que de forma impertinente apagaba las velas que portaban los fieles devotos en la Plazuela de Santo Domingo antes y después de visitar al Santísimo.

En pleno atrio, varios miembros de la Hermandad cuidadosamente procedían a limpiar y ajustar los rótulos de color negro, que en número de siete y artísticamente decorados contenían las “siete palabras”, las mismas que serían utilizadas al día siguiente en el Cortejo Procesional del Santo Entierro de Santo Domingo.

Continuará…

 

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