Eduardo Blandón
Algunos estudiantes cuando llegan a la universidad arrastran un pasado difícil en materia de éxito académico. Ocurre que están condicionados por una historia que los ubica donde no quisieran estar. Se sienten mediocres, incapaces e inseguros de lograr altas calificaciones. Desafortunadamente ese pesimismo los condena aunque desearan lo contrario.
En ello han contribuido los profesores, los amigos y la familia que han influido negativamente a lo largo de su itinerario formativo. El resultado no puede ser peor: jóvenes inseguros, miedos y con baja autoestima. Estudiantes que podrían ser geniales, brillar con luz propia y estar a la cabeza de grupos, son un manojo de nervios frente a profesores que siguen el proceso de estigmatización, incapaces por deficiente formación psicopedagógica de influir positivamente en sus estudiantes.
Esos alumnos ya grandes, de 18 y 20 años, corren el riesgo de condenarse para siempre por un sistema perezoso y pragmático. Una estructura que tiene prisa con los contenidos y las evaluaciones, pero que olvida centrarse en los estudiantes heridos (pero no de muerte), requeridos a veces de salvavidas pequeños o medianos que les devuelva la confianza y la vida.
La universidad necesita el cuidado de la vista. Sin dejar de atender a los más aventajados (que al final requieren de pocos apoyos porque por sí mismo asumen los estudios), debe visibilizar a los que, con talento, se han quedado atrás por las miserias propias de la historia humana. Como San Pablo, debe estimular a los profesores para que se les desprendan las escamas de los ojos y aprender a ver de nuevo.
Las instituciones de estudios superiores deben volver a ese humanismo de vieja data que privilegiaba lo humano por sobre todas las cosas. Lo demás es bagatela de poca monta, tecnificación y profesionalización sin espíritu. Para eso están los robots y los algoritmos que sin duda son más eficientes y hacen mejor trabajo que nosotros mismos.
Quizá este sea el signo que distinga a las universidades, la atención exquisita a sus estudiantes. Y claro, uno lo escribe casi rimbombantemente, pero lo cierto es que lo humano debe primar siempre. Más aún cuando se trata de la educación, cuando lo que entra en juego es la construcción de lo más íntimo del espíritu humano. Por ello, la conversión del sistema debe ser un imperativo de primer orden.
Ya habrá quienes piensen que las universidades no están para esas tareas, juzgadas, tardías. Los que opinen que los profesores son contratados para enseñar a medir potreros, a crear aplicaciones o a diseñar modelos. Sí, claro, todo eso está bien, estupendo y deben hacerlo con excelencia. Pero ello no riñe con la atención, el trato amable, la cordialidad y el apoyo para que el aprendizaje sea significativo y eficaz.
Siempre hay posibilidades nuevas con los jóvenes. Hay que aprovecharlas para ofrecer alternativas de crecimiento y aliento de vida. Al final un profesor puede ser una de las últimas oportunidades que tienen los jóvenes. Seamos esos mediadores eficaces portadores de vida y fuente fecunda de felicidad.