René Leiva
A veces la aventura va a donde la lleven, sigue los pasos de otro, obedece, asiente, sujétase… O eso hace creer. A veces la aventura otorga una libertad solo condicionada, precisamente, por lo extraño e incierto y diverso que en la travesía infiltra el ánimo. Y la libertad – -otra, o parte de aquella- – de desertar, huir, emprender diferente aventura, divergente pero con la misma irrompible ligadura originaria. (Bah, desde que la aventura de marras incursionó intramuros y por laberintos endógenos.)
Como muchos otros, lector incluido, don José podría decir: la aventura soy yo. Sea en portugués, español, francés, chino, mam, kekchí…
A don José lo único que le faltaba para cerrar el círculo de lo desconocido, para soltarse de la última endeble certidumbre, era, es que en la tumba de la mujer desconocida no repose ella precisamente sino otra persona, otro desconocido, que de manera involuntaria, por supuesto, usurpe su nombre, y eso debido a caprichosa, perversa travesura de un pastor de ovejas que muy temprano deambula por el cementerio, quien cambia los números puestos en las tumbas recientes de los suicidas, antes de que las correspondiente placas de mármol, con el nombre respectivo, sean colocadas, y entonces entre los suicidas ningún nombre, ninguna lápida pertenece al enterrado. Lo único, lo último que quedaba cierto sobre ella dejó de ser; ni siquiera está enterrada bajo la signatura de su nombre innominado, loado sea el Señor. Hasta muerta y sepultada se evade (¿de don José?) la desconocida.
Extraño e intenso y clarificador diálogo entre don José y el misterioso, inquisitivo, sagaz pastor de ovejas, ajustador o componedor secreto del terreno de los suicidas. Personaje clave y llave para entender y acceder, para que don José comprendiese la falsedad de la muerte… Según el pastor – -figura figurante y figurativa- -, los suicidas no quieren ser encontrados y así, con otro nombre en la lápida, quedan libres de intromisiones… Ajá.
Al suicida no le importa demasiado su propio nombre ni lo que queda de él en la memoria de los otros… Si en algún momento quiso borrarse de la vida qué más da estar borrado en la muerte; en el sepulcro equivocado, con la lápida equivocada, su suicidio tendrá más sentido aún.
El imprevisible don José, después de irse el pastor de ovejas y quedarse solo, ante la llegada de un cortejo fúnebre, frente a una sepultura, adopta la actitud de una estatua meditativa y doliente mientras dura ese nuevo enterramiento. Y luego, otra vez solo, quién lo diría, don José toma una decisión refleja, condicionada: troca el número de la mujer desconocida por el de la reciente sepultura. La lección del pastor de ovejas, que en un principio juzgó irrespetuosa, delito, profanación… cumplida más allá de al pie de la letra. Ciertamente, cuando la mentira parece verdad, y viceversa.
La desconocida, sin nunca saberlo jamás, practica el arte de la ausencia con tal intensidad que suele estar más ausente de sí misma que de los otros. En don José su ausencia es una obsesiva presencia abstracta. Un nombre.