Juan Antonio Canel Cabrera

Hubo un tiempo, aquí en Guatemala, en el cual Mario Vargas Llosa era una especie de materia obligatoria para todos quienes pretendían dedicarse a la literatura. De repente, cuando el caso del encarcelamiento de Heberto Padilla, en 1971, Vargas Llosa se peleó con Cuba y, de ser un entusiasta revolucionario, dio la «meeedia vuelta, deré…» Fue un berrinche que le sirvió de pretexto para salir de un izquierdismo que ya le era incómodo. Pienso que se puede estar en desacuerdo con determinada opinión de una persona, movimiento u otro ente pero no por eso deba renunciarse a todo un ideario que se ha madurado en el tránsito de la vida. En todo caso, se lucha para cambiar o transformar lo que nos incomoda sin contribuir a destruir lo que tanto ha costado; porque ¿qué asunto humano no es perfectible?

A partir del berrinche del escritor peruano, quienes seguían leyendo a Mario Vargas Llosa fueron vistos, sobre todo por la izquierda, como una especie de apestados. Ver un libro de Vargas Llosa en los anaqueles revolucionarios era como proferir una blasfemia. No obstante, sobre todo en regiones donde abundan los lectores, el escritor peruano tuvo un auge que la derecha neoliberal supo aprovechar y sacarle el jugo. Y, claro, él se dejó y re dejó. A partir de eso, al escritor le hicieron creer que tenía carisma político y hasta lo pusieron como candidato presidencial y, como era de esperar, fue vencido por su contrincante.

Traje a cuenta lo anterior porque, pasados los años, como resultado de la polaridad política e ideológica que sigue campeando por nuestros rumbos, en la cual solo queda la opción de declararse a favor o en contra de algo, la obra de un escritor es juzgada según los aires políticos que soplen en determinado momento.

Yo estaba muy patojo cuando la izquierda mundial declaró como apestado a Vargas Llosa. Y creo que, desde el punto de vista ideológico, tuvo razón; sobre todo considerando la volubilidad política y la poca coherencia que, en lo ideológico, tuvo Vargas Llosa al no corresponder su discurso con la práctica pública que, a partir de entonces, ha manejado a conveniencia y no por coherencia, hasta el día de hoy; eso se puede evidenciar al constatar el apoyo casi servil que le ha dado a Kuczynski. Y, llegado a este punto es donde surge el pero de los peros.

A Vargas Llosa se le ha juzgado y condenado en lo político. Creo que por sus veleidades y por su cambio radical a la derecha se ha ganado la condena. Basta leer sus artículos políticos o sus declaraciones para sorprendernos en cuanto a ¿cómo un hombre que ha estudiado, viajado y pensado puede tener un criterio que juzga los grandes problemas sociales con la ligereza con la cual lo hace? A uno solo le queda pensar que se debe a un deliberado arribismo político.

Lo curioso es que, en el bagaje de ese juicio político se ha metido también a la literatura. Y es en ese punto en el cual me parece que debo hacer un deslinde. El caso de Vargas Llosa no es único; es más, me parece un hábito generalizado de críticos y medios de comunicación que no juzgan lindes entre lo político y lo artístico sino, más bien, imponen lo político como medida para juzgar lo literario y todo lo que deriva del quehacer humano. Hay muchos casos de esa naturaleza, como el de Salman Rushdie, Solyenitzin, etc. Para no ir tan lejos, en El Salvador, cuando Roque Dalton publicó sus poemas revolucionarios, la derecha, de inmediato, lo criticó no por el valor poético-estético de su obra sino desvalorizó la obra de Dalton evidenciándolo solo como arma de lucha opositora al gobierno. Luego, cuando la guerra concluyó, la misma derecha cambió de estrategia y ahora es revalorizado como un gran poeta basados en juicios estéticos. Ahora, a Dalton la derecha lo minusvalora como poeta revolucionario.

Pero volvamos al tema que me trajo a estas líneas.

En primer lugar, a mí como lector, Vargas Llosa no me parece un escritor genial, pero sí un gran maestro. Un tipo que, a fuerza de tezón, supo apropiarse de todas las técnicas literarias y, por medio de sus libros nos ha enseñado, a la vez, a usarlas. Esa admiración por el Vargas Llosa literario me surgió, sobre todo, cuando en mis años mozos leí La orgía perpetua. Me maravilló ese ensayo al constatar la tenacidad, investigación y pasión con los cuales el escritor se metió en la piel y el espíritu de Flaubert para averiguar la naturaleza de ese ser literario que fue, es y seguirá siendo Madame Bovary. En García Márquez / Historia de un deicidio, aunque es un texto que ayuda a conocer a Gabriel García Márquez, luego se vio empañado por el juicio cuya condena recayó otra vez sobre Vargas Llosa, a raíz de la famosa bofetada que el escritor peruano le propinó al colombiano. Es decir, dejó de juzgarse el texto literario para convertirlo en un texto político.

En su calidad de maestro literario, también recuerdo con verdadera delectación sus Cartas a un joven novelista, La verdad de las mentiras y las múltiples conferencias, entrevistas y artículos que ha divulgado sobre Borges, Onetti, Octavio Paz y tantos escritores más. Su visión sobre el boom, y luego el desmenuzamiento de cómo ese movimiento literario hizo acopio de las técnicas literarias revolucionarias que comenzaron a partir de Proust, Joyce, etc. y que luego los escritores norteamericanos, sobre todo los de la llamada Generación Perdida amalgamaron para instaurar un nuevo vademécum que todo escritor moderno tenía a su disposición, es admirable.

Vargas Llosa desmenuza con detalle cómo Faulkner, Steinbeck, Hemingway, Dos Passos y otros escritores norteamericanos, comenzaron a campear con su influencia demoledora, sobre todo en los escritores latinoamericanos. Todo ese proceso de transformación y trasposición técnica que los gringos obraron en los latinoamericanos lo ha explicado de manera admirable Vargas Llosa. Pero no solo eso ha hecho el peruano sino, también, decodificar las técnicas literarias y explicarlas con claridad y sencillez. A tal punto conoce ese bagaje técnico-literario que en algunas de sus obras no ha sido capaz de encubrirlas para que el lector no se percate. Quizá, para mí, la novela en la cual se hace más evidente ese «copiar y pegar» la técnica es en su novela La tía Julia y el escribidor en donde, de entrada, uno no tiene que adivinar que Vargas Llosa utiliza la técnica de las dos historias simultáneas o paralelas, que Faulkner aplica en Las palmeras salvajes.

El magisterio Vargasllosiano es enorme; ha tratado que su enseñanza de la literatura llegue a la mayor cantidad de personas; por eso cuando cada quince días aparecen sus artículos, muchos cruzamos los dedos esperando con ansia que sean sobre literatura y no desbarre sobre política.

Comprendo que al ser humano en cualquier época le ha sido difícil deslindar esa manera de juzgar de manera generalizada en la cual, como se dice popularmente, se mezcla el sebo con la manteca; sin embargo considero que deberíamos hacer como en la ciencia: deslindar lo que queremos estudiar de la amalgama de lo general; concentrarnos en lo específico. Sé que es muy difícil pero, si lo lográramos, a la postre creo que nuestros juicios serían más ecuánimes y nos permitiría gozar con mayor libertad; no solo con los criterios que nos imponen las circunstancias cronológicas, ideológicas y políticas. Al final, el tiempo se encarga de desmentir las verdades más absolutas, como ocurrió con la creencia presocrática que abarcó toda la medievalidad y aún tiempos posteriores de que el sol giraba alrededor de la tierra y que esta, mientras tanto, permanecía echando la hueva en el universo. O, como hasta hace poco se dio al traste con la verdad popularizada de que el sustento y el conocimiento debían acompañarse de palo; es decir de violencia. Ahora, aunque todavía se sigue con la vieja práctica, por lo menos sabemos que se logra más con la ternura que con la violencia.

Y, bueno, por las razones que expliqué en este texto, me quedo con el Mario Vargas Llosa literario. Lo demás en él, me parece un fastidio.

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