Eduardo Blandón
La obesidad extendida en distintas partes del orbe y que representa una especie de plaga que devora la cimiente de vida de quienes la padecen, quizá sea expresión de una conducta singular aprendida en una cultura que le rinde culto a la muerte, al placer y a lo inmediato. Se trata de una perspectiva interiorizada que ahoga a las nuevas generaciones, incapaces de abstraerse para hacerse la existencia de una forma distinta.
Creo que lo que vemos, esto es, una cultura consumista y cortoplacista, es el resultado de un cambio de referente en el que sus protagonistas afirman valores nuevos, en sociedades que explotan sus recursos para caer víctimas del mercado. Quiero decir que el sobrepeso expresaría al hombre (y mujer) nuevo del siglo XXI, abandonado complacientemente en las redes del comercio que lo alimenta desmesuradamente.
Y como el «justo medio» es una virtud y no algo que brota gratuitamente en la naturaleza humana, el otro extremo, la delgadez, tiene raíces parecidas. Constituye el resultado de una visión desenfocada a causa de circunstancias que no permiten el crecimiento humano. O sea, casi todo lo que sucede hoy en la sociedad lleva la marca del infortunio y lo extraviado.
Suena apocalíptico y puede argüirse en contra que no somos muy distintos a los grupos humanos aparecidos en otra época. Quizá sí, pero más allá de lo accidentado que puede ser compararnos, los hechos demuestran que con más tecnologías y conocimientos, hemos sido incapaces de construir un mundo diferente. Hemos crecido, sí, quizá estemos en un peldaño superior a nuestros antepasados, pero lo alcanzado es tan limitado y los desaciertos tan claros que apenas podemos ser optimistas.
Las guerras que se multiplican en todas partes del orbe, las injusticias cometidas sin piedad, el racismo y el nacionalismo encarnado irracionalmente y tantas otras conductas impías, nos llevan a concluir que estamos lejos de haber comprendido el verdadero sentido de la vida. En un mundo en donde la riqueza ha crecido exponencialmente, vivimos como cerdos enfocados en hartarnos sin compartir ni siquiera las sobras mencionadas por el Evangelio.
Por fortuna no se ha dicho la última palabra y hay signos también de esperanza. Ello se puede ver en los jóvenes que se enrolan en voluntariados, en la distancia crítica de grupos frente a la oferta del mercado y en la búsqueda pertinaz por una vida espiritual que cree espacios de vitalidad y crecimiento. Esos grupos están llamados a ser la sal sobre la tierra y el germen de algo diferente. Y aunque talvez el texto pueda parecer de mal augurio, no debemos abandonarnos en la desesperanza. Hay que creer que un mundo distinto todavía es posible.