René Arturo Villegas Lara
El único rescate posible es…” la memoria. Monjas se reconstruye en la memoria de Wiliam Lemus; Taxisco en las Memorias de Aldea de Juan José Arévalo; Joyabaj en los cuentos de Paco Méndez; la Antigua Guatemala en los prosas de Luis Cardoza y sobre todo en las preciosidades de César Brañas en su libro Como un Arco Roto; o la vida de hace unas décadas en esta ciudad capital muerta, que se revive en las bellas estampas de María Elena Schlesinger…Yo, cuando me pongo nostálgico, trato de revivir a Chiquimulilla, pueblo de campesinos que llenaban de milpa los campos de una sola cosecha, según durara el invierno; o los arrozales que sembraban en los astilleros de tierra barrosa y que a los patojos nos pagaban para ir a espantar a las manchas de pájaros arroceros o torditos, que hacían su agosto comiéndose los granos cuando ya estaban de punto, y todo porque los tales espantapájaros no hacían nada en su misión de mantener el orden. De repente aparecían las manchas de pijijes comiéndose las panojas de maicillo, pero de esos se ocupaban don Mundo Labín o mi primo Tulio Lara o el maistro Cadena, quienes, con escopetas cuaches daban cuenta de tanto pijije. ¿Y quién sabe ahora de los indispensables en la sencilla vida de antes? Nadie. Los setentones de hoy contamos el cuento, fue porque en la única botica estaba don Adán Martínez, que le “inteligía” a cualquier dolencia tropical de entonces; si no, hace muchos años que estuviéramos descansando bajo la ceibona, aunque ni del sida ni del ébola se sabía nada. Para cualquier asunto de herrería estaban los Hermanos San, herederos del italiano don Santiago San, o la herrería de don Pancho Súlin, y en eso de soldar ollas, sartenes y demás trastos de peltre, pues se contaba con el servicio domiciliar de don Froilán Peralta. Hasta hubo un señor de apellido Barraza, que se la llevaba de mecánico de los contados carros que llegaban al pueblo y que presumía de haber inventado la llave de chuchos. Para la cuestión del corte de pelo, sólo estaban don Tono Martínez, que le gustaba jugar gallos y en la pata de la silla donde sentaba al vecino, mantenía amarrado un gallo que se la pasaba cantando cuando le caían los mechones de pelo sobre la cresta. Mi madre nunca nos mandó donde don Tono, porque cobraba quince centavos; prefería a don Güino Sarceño, porque vivía en la cuadra y cobraba diez. Cuando llegaba la fiesta patria y había que hacer el uniforme, las sastrerías de don Pancho Peta, de Lito Alemán, de Leonel Segura y de Víctor León, no se alcanzaban cortando telas de color “kaqui”, tomando medidas a tanto escuelero que debía desfilar desde la comandancia hasta el salón municipal, en donde el secretario municipal leería de nuevo el Acta de la Independencia, como todos los años en que las cosas cambiaban para que todo siguiera igual. Ahora las calles y avenidas del centro exhiben la ropa en muñecas de mujeres desnudas que no tienen nada que espulgar y ya no hay sastrerías y modistas que hagan los estrenos; todo se volvió impersonal: la gente ya no se conoce entre sí; nadie sabe quién es el alcalde ni interesa, que es otra forma de estar muerto; hay tantas farmacias como esquinas existen en el centro del pueblo; hay muchos bancos que dicen que prestan “pisto”, de manera que lo que por mucho tiempo hacía el padre Marón o don Julio, ya es historia; los chinos dejaron de ser los comerciantes tradicionales, para darle paso a otros chinos que llegaron del altiplano y que cierran sus tiendas con rejas de hierro forjado; ya no venden manojos de zacate para los caballos y los machos de los fueranos, ni llega gente de las aldeas, con alforjas al hombro, para llenarlas de mercaderías para su mes de subsistencia, y todo porque las veredas se convirtieron en carreteras y más de alguna destartalada camioneta los trae y los lleva a sus aldeas y caseríos. Y así, los reconstructores de pueblos muertos nos vamos quedando solos; y eso que fue, puede ser que se muera de verdad cuando hasta los recuerdos se mueran también… Así que, mis amigos Albeño y Pablo René Recinos, reconstruyan a Jalpatagua, porque corre peligro de que se muera de una vez.