Por Lester Oliveros

Desde hace seis meses vivo en un terreno anacrónico, a unas cuadras del Parque Isabel La Católica. En la esquina de mi casa, se fabrica luz; la magia y la luz se aglutinan por las tardes en un buen puño de malabaristas que se afanan por presentar sus destrezas a media calle frente a un público itinerante que sobrelleva el viaje detrás de los windshields.

Se relevan o actúan en parejas y logran reunir algunas monedas, de las tres de la tarde a las seis o siete, que se va el primer grupo a rentar un cuarto a algún hotel cercano; luego regresan más hilarantes a platicar mientras cenan algo liviano, alternándose entre todos para hacer sus juegos con más gracia.

A veces beben, pero solo cuando les va bien. Se les ve bastante motivados por los dones de Baco, pero no hasta la ceguera, ya que el ejercicio logra mantenerlos alerta, mucho más a los extranjeros que terminan relatando sus viajes y la nostalgia por sus manjares natales. A pesar de todo no les preocupa más que existir.

Los conocí de cerca y son bastante solidarios, algunos pocos desconfiados, pero la mayoría se entretiene todo el tiempo en aprender nuevos trucos. Allí se les ve aprender malabares con pelotas, clavas, cuchillos y machetes, con fuego y agua; con esferas, ula ulas y monociclos. Una tarde conocí a una rubiecita esbelta, que equilibraba una pelota sobre la cabeza, en la boca otra de futbol, girando y sostenida únicamente por una cuchara, subida sobre un monociclo mientras hacía malabares de clavas con las dos manos: precisión orquestada y dominio.

Sin embargo el lector no debería pensar que se saca mucho dinero de este arte antiguo de fluorescencia, que antes se alternaba en las plazas de los pueblos a donde no llegaban grandes circos. Los juglares tienen que juntar monedas para comer, pagar un hotel y el precio del transporte de regreso a su Ítaca personal. Un milagro los mantiene vivos, un impulso del canto y vocación verdadera, la amistad de los pueblos más sencillos, que viajan a pesar de todos los muros invisibles y concretos.

Ahora que llegan las lluvias se dispersan por allí como las aves. Algunos pocos trataran de inventarse el sol o tramar un show acuático. Estos juglares modernos pasan por aquí como en las claroscuras películas de Bergman, viendo visiones de gloria a plena intemperie.

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