Por Pablo Sigüenza Ramírez

La vecina me detuvo esta mañana al salir de casa. Después de un saludo escueto fue difícil para ella encontrar las palabras menos equívocas, pero con suficiente claridad, para decirme con mucha pena que su hijo adolescente estaba… inquieto. Nunca me fijé mucho en ella. Con seis meses de compartir la misma pared de casa a casa, las oportunidades de encontrarnos han sido pocas. Siempre regreso muy tarde al vecindario y de ella no tengo la más mínima certeza de lo que hace día a día. Por el cansancio en sus ojos adivino que tiene una rutina pesada. Pienso que debe trabajar en horario de ocho a diecisiete y regresar a trabajar a casa en el cuidado y la educación de la familia. ¡Qué dura es la vida humana rutinizada!

Hoy la vecina parece haber roto la rutina: esperó mi salida temprana oyendo, a través de las paredes, el momento en que apagué la radio extinguiendo el sonido estridente que escucho como música. Sabe que después de apagar la música transcurren dos minutos antes de que yo abra la puerta de mi casa y salga a respirar el aire frío de estos meses. En ese lapso de tiempo, ella no imagina que yo hago una concisa oración a los dioses de la savia y del placer para que el día sea menos insoportable. No lo sé, pero imagino que en esos dos minutos previos a nuestro encuentro ella debió verse al espejo, pasar la yema de dos dedos sobre sus cejas, mientras sus ojos se veían reflejados en un espejo grande, luego se frotó los cabellos lacios y ocultando el rubor que le empezaba a salir en las mejillas al recordar el asunto que debía tratar conmigo, se encaminó a la puerta de metal verde que a ella, por su lado, también la separa del frío mañanero.

Relajando la expresión de su rostro me dijo: ya van varias noches en las que regaño a mi hijo porque ve pornografía a altas horas de la noche. Yo pensé riendo: “dígale que lo haga más temprano, así no llega con ojeras al colegio”. Ante mi natural silencio ella continuó comentando que su pequeño bebe, de 14 años, insistía en que él no miraba esas películas. Tanto la madre angustiada como yo sabíamos que era mentira, pero ninguno apuntaló con palabras tal pensamiento. Lo que realmente le molestaba a la madre era que el sonido de los gemidos de las mujeres la despertaran a ella, a su esposo y quizá a la otra hija y a la abuelita de la casa. Por supuesto el niño púber estaba despierto y disfrutando durante toda la algarabía erótica y explícita. Era de esperarse que tantos gemidos fueran producto de largos momentos de caricias, de besos profundos, de pieles ardiendo, de múltiples posiciones sexuales y de algunos extensos e intensos orgasmos femeninos y masculinos.

Enojada a más no poder, la madre le pidió al ya no tan niño que dejara sin pasador la puerta de la habitación. Como era de esperarse, pasada la medianoche, los gemidos aparecieron excitando a más de alguno en la casa. La madre esperó unos siete minutos hasta que decidida empujó la puerta del cuarto del niño. El muchacho fingió estar dormido o quizás lo estaba. La pequeña televisión de la habitación estaba apagada, pero los sonidos eróticos estaban presentes e in crescendo. Del enojo, la señora pasó a la incredulidad, luego a la certeza y luego a la excitación. Nos imaginó desnudos, a vos y a mí. Reconoció tu voz y la mía. Se tocó la entrepierna, nos acompañó desde el otro lado del muro por unos minutos y luego regresó inquieta al lado de su marido.

A la mañana siguiente me atalayó temprano y me pidió que hiciéramos menos bulla “al momento de estar juntos”. Lo pedía por su hijito, quería evitarle calenturas innecesarias. Yo sonreí, le guiñé un ojo y le dije que trataríamos, aun sabiendo que la felicidad no puede callarse. Me di la vuelta, caminé hacia la parada del bus y viendo al cielo, de nuevo agradecí a los dioses de la savia y del placer. El día empezaba bien.

 

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