Por Camilo Villatoro
La sanidad mental radica en que las contingencias y recuerdos de tu discurrir por el mundo te pelen.
Tras el paso del tiempo uno se da cuenta que siempre se está solo aunque todo rodeado de una mascarada carnavalesca, que la amistad y el amor, las filiaciones, son cosas precarias, mutables, intermitentes, maravillosas stricto sensu, que a una racha de póquer le puede seguir la lluvia de sal más duradera (“Los expulsados de Poker-Flat”, Francis Bret Harte) mientras transcurre el instante de eternidad que es todo cuando no se quiere nada (“Pleamar”, Girondo), que el amor propio depende de la calidad del desayuno y del sueño.
Uno aprende que hay estafilococos que minan la moral y días buenos como malos, panaderas generosas y tenderos aviesos, de todo lo que se dice todo dispuesto en la viña de un señor feudal, pero ciego, visto sin excepción apenas cuando se cierran los ojos. Conviene perder cualquier esperanza en la variación claroscuro de la condición humana.
La esperanza es una substancia peligrosa que nutre una vanidad limitada materialmente, el espejo de la vejez es el mismo barómetro para medir la decadencia o aumento de la belleza y de la virtud. La existencia, en fin, es ridícula, y su percepción ignominiosa requiere dosis diarias de terapia, simple o urgente, pero terapia al fin: azúcar en el desayuno, baños de sol, el olvido de lo innecesario, el cataplasma del aprovechamiento del tiempo.
Todos los esfuerzos sirven, pero son paradójicamente inútiles, por eso el acto humorístico es en el fondo una espina que sirve para sentir dolor y su opuesto, la solemnidad, es alimento sustancioso cuando uno es bandera o informe catastral. La preocupación social vira en otro sentido de la existencia; lo social es por efectos históricos, la distribución injusta de la miseria más elemental, la del hambre y la enajenación; se justifica su olvido sólo cuando uno es completamente feliz rodeado de cadáveres y mendigos.