Por Camilo Villatoro

I
Hablaré de mi viaje, apilamiento de memorias concomitantes y contingentes, tirándose del pelo como corro de niñas buitres consteladas, que surcan el vacío hechas Medusa. Cada cabello aventura diferente y transitoria, que se extingue o bifurca, y a veces mechón de pólvora prendida para conocer un miedo genealógico, minúscula detonación eufórica entre tanta inmensidad. Cada cabeza es un mundo, cada neurona un anciano, cada anciano una mosca, quiero decir ventanal de mosaicos, y en el cristal la posibilidad de fragmentaciones matemáticas irreversibles. Hay algo detrás de los cristales, probablemente niños con piedras, víctimas huérfanas de la crisis idiomática; apenas confío en sus infancias ilusorias, electrones rapaces inquietos, posibilidades del fotón nonato, reales en tanto adivinanzas. ¿Qué pasará cuando Medusa sea fósil viperino irradiando las últimas transmisiones de la bitácora nocturna, la transfusión telepática del misterio?

II
Hubo una mujer que sabía encender fuegos, y todos los insectos la acosaban en una rapiña de esperanza, donde la crepitación inflama el ensueño y calienta artificialmente una pequeña atmósfera a quienes piensan como fuegos las estrellas. La hoguera era el sol de las criaturas nocturnas, y célula efímera de una galaxia improvisada en un claro de bosque. El fuego era dios, maderos que ardían cremando su propia historia, quedando el misterio oscilante de la llama. Pandillas de simios escondidos en las elipsis ingrávidas, alrededores sombríos, esperaban atentos la caída de parpados de la vigilante, en lo más silente de la noche. Querían fuego y ardieron –literalmente—, sus manos redescubrieron el llanto. La mujer abría un ojo entre tanto alarido y lo volvía a cerrar con cierta culpa. Pero una noche la suerte armó al simio prometéico con un brazo de madera, extensión más allá de sus dedos sensibles, y el alarido alegre abrió el ojo de la mujer. La antorcha flotaba más allá de los linderos ingrávidos. Volvió a cerrarlo, con cierta culpa.

III
Una inocente crueldad me puso la corona del sabio, cuando mi juventud reclamaba harapos dispuestos en la desnudez violenta. Se sufre en carne viva la contradicción, la indignidad, recibir el alimento externo a falta del propio. La realidad te supera; la excesiva consciencia descubre al patetismo, al joven imitador de pequeños dioses humanos, desfile de locos que desciende de la nieve para excavar un mundo subterráneo. Todo nacer es angustia: la progenie esperada pudriéndose en cada célula a pesar de su nombrada lozanía. La música nace fantasmagórica y liviana, y es infamia un acorde misterioso asido por la notación armónica; lenguaje pudoroso, avergonzado de su propia suciedad. Deseo que la imagen me invada y se diluya en canto de antífonas a los escuchas ocasionales; demasiado pedir para el vagabundo que huye a la galaxia más encumbrada, al horizonte ingrávido de la inexistencia.


Camilo Villatoro (1991-…) es un impopular escritor iconoclasta y satírico, nacido en México, pero de identidad guatemalteca. A falta de currículum de publicaciones o méritos de cualquier tipo, inventa patrañas cuando de describirse en estos espacios se trata. Prefiere eso al patetismo de decir que es “un comunicador persistente en redes sociales”, lo cual es verdad, pero a nadie le importa.

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