Por Adolfo Mazariegos
Y de repente… Abrí los ojos, a pesar de la metálica pesadez que caía sobre mi cuerpo y sobre unos párpados cansados que me parecían ajenos. La noche anterior me había sido muy difícil conciliar el sueño. Estuve dando vueltas y vueltas en la cama hasta las primeras horas de la madrugada, mientras un extraño presentimiento me mordía las entrañas y me aplastaba con afán el corazón. Me hacía recordar, no sé por qué, aquel episodio extraño vivido en mi ya lejana infancia, una infancia tan lejana y extraña que, ahora, después de tantos años, hace que me cuestione si no lo habré soñado todo: tendría entonces siete u ocho años; desperté sudando copiosamente en la cama de un cuarto de hospital, un sombrío hospital de paredes grises y descascaradas cuya existencia hasta entonces yo desconocía. Mis padres, sentados en un sillón (también gris) que estaba a la par de la cama, me observaban con una mezcla de cariño y extraña compasión que aún hoy hace que me estremezca. No recuerdo por qué estaba allí; tampoco recuerdo cuánto tiempo duró aquella estadía, tan solo sé lo que hace pocos años, aunque ya en sus últimos días, mi padre accedió a decirme con cierta renuencia: «Es mejor que no recordemos aquello, hijo, es algo doloroso…, lejano ya, sí, pero doloroso…, para qué revivirlo».
No dijo más.
Sostenía débilmente mi mano y me miraba con unos ojos enrojecidos, cansados y llorosos, como aquél aciago día cuando desperté en ese vetusto hospital de quién sabe dónde. Mi madre, que se limpiaba la cara con un pañuelo blanco de papel estrujado hasta el cansancio, lloraba y se lamentaba por algo que no podía entender. Movía la cabeza de un lado a otro agitando inconscientemente su cabellera larga y castaña, negándose a aceptar lo que mi padre, en voz baja, le decía al oído con paciencia y consternada resignación. Ella se puso de pie y caminó hasta la puerta. Allí se detuvo un instante, un instante fugaz y eterno a la vez, como si de pronto el tiempo fuera una materia maleable que ella pudiera modelar fácilmente a su antojo. Volvió la mirada hacia mí y la vi llorar de nuevo, luego salió de la habitación sin decir nada, apresurada, con el sonido de sus finos tacones resonando en las baldosas frías del pasillo. Esa fue la última vez que la vi. Nunca volví a saber de mi madre. Y mi padre nunca quiso hablarme del tema jamás, tampoco volvió a mencionar siquiera su nombre. Un día, cuando desperté, sencillamente había desaparecido todo rastro de ella: su ropa, sus fotos, su cepillo de dientes, su viejo libro de recetas…, excepto la jaula de sus canarios, esos canarios amarillos que tanto le gustaban… Nunca supe explicarme después por qué se había llevado las aves y había dejado la jaula, vacía, con tan solo esas plumas maltrechas y las manchas rojas que nadie limpió.
¡Cómo ha pasado el tiempo!
Hoy, reviviendo sin querer esos mohosos recuerdos, pude sentir, desde muy temprano, la negativa de cada uno de mis músculos que se resistían a dejar la tibieza del lecho, como tratando de obligarme a no salir de la cama, como negándose a enfrentar estas mañanas frías y grises de invierno…
***
Con desgano me levanto y me bebo una generosa taza de café sin azúcar (la cafetera estaba preparada desde ayer, solo había que oprimir el botón «on» para que el café empezara a fluir). A lo lejos, desde la ventana de la cocina, veo los nubarrones de hormigón que se extienden por casi todo el cielo de la bahía. Aún así, decido salir a comprar una botella de vino y algo para cenar. No tengo nada más qué hacer, así que me subo al coche y conduzco despacio por varias calles, viendo la neblina que cubre la parte alta del Golden Gate mientras me voy acercando. Siento frío. Escucho el viento que silba histérico por entre los gruesos cables de acero que sostienen el puente. Los autos pasan veloces rumbo a la autopista 101 (o viniendo de ella), haciendo estremecer la estructura metálica del gigante rojo de San Francisco. Abajo, como durmiendo en el agua helada, Alcatraz empieza otra monótona mañana decembrina. Me siento atraído de pronto por algo, un no sé qué, una extraña voz que no había escuchado antes pero que inexplicablemente me resultaba familiar. No lo pienso. Detengo el auto justo en mitad del puente y desciendo, cubriéndome el rostro del viento helado con el cuello de mi americana. He empezado a caminar apresuradamente, mientras los autos chocan con estrépito tras el mío en medio de una incomprensible mezcla de bocinazos y maldiciones. Sigo caminando sin volverme, ante las miradas atónitas y estupefactas de tanta gente que me observaba y empieza a aglomerarse rápidamente a los lados del puente. De pronto, no sé cómo, me encuentro con el rostro pegado al frío asfalto del puente. Un par de oficiales de policía me apuntan con armas de fuego mientras otro me esposa y recita de memoria mis derechos: «tiene derecho a guardar silencio; tiene derecho a un abogado; tiene derecho a…, bla, bla, bla»…
No sé qué ha sucedido. De verdad. No quise ocasionarle problemas a nadie, lo juro. Creo que me pareció ver un canario amarillo y quise darle alcance, eso es todo: recordé que sigo teniendo aquella jaula vacía en casa y pensé que si pongo canarios amarillos en ella de nuevo, tal vez mi madre quiera regresar… Quién sabe.
*Antología de cuento “Y de repente abrí los ojos”
Editorial Fussion (Madrid, España) 2016.