René Leiva
No está claro para nadie –y nadie puede ser alguien más que el lector–, acaso ni para el propio don José, qué lo motivó a coleccionar vidas y milagros de gente famosa en el contexto mediático de entonces; esto es, quienes así son sancionados, famosos, por un invisible y modesto jurado mercadológico para consumo masivo e íntimo a la vez. Esta afición suya compiladora es una de las fuentes que animan su aventura de emprender la ulterior búsqueda de una mujer desconocida que carece de todo menos de un nombre que no importa; un nombre innominado, furtivo, huidizo, cobijado en la Conservaduría.
¿Qué fue primero en don José, trabajar como escribiente en la Conservaduría General del Registro Civil o su manía coleccionista? ¿Lo primero dio origen a lo segundo? ¿No es sospechoso una labor pública, remunerada, de redactar datos civiles de personas más o menos anónimas y, a la vez, en secreto, reunir cientos de recortes de celebridades en su gran mayoría carentes de esos datos civiles que a nadie interesan?
¿Por qué ese afán totalizador de completar vidas de gente famosa con lugares y fechas de nacimiento, nombre de progenitores, estados civiles, etcétera, copiados o mejor hurtados de noche de los expedientes de la Conservaduría, como si en tal vehemencia le fuese la vida?
(De lo que carecían esos famosos para el público don José se los proporciona, siempre en secreto, para sí, como un ángel guardián de vuelo contiguo.)
¿Qué carencia cualquiera suple una colección cualquiera? ¿Qué tan directa, íntima, es la relación entre coleccionar equis cosas y una equis carencia? En el caso de famosos, la colección intenta igualar, la reunión equipara, la compilación es una medida de igual rasero para con dichas personas, personalidades, personajes… al menos en la parte emotiva de don José, dentro de su carencia apenas sentida, pensada, aceptada. El descalzo de niño que ya adulto colecciona zapatos. Otra vez, todos los nombres, plural.
Don José, un solitario orgánico, trasluce y filtra la desigualdad de la sociedad donde vive. En su condición modesta de sumiso escribiente, no es precisamente un contendiente activo en la solapada lucha de clases evidente en jerarquizaciones institucionalizadas, públicas y privadas (la propia Conservaduría, la consumista publicidad de los famosos); pero intuye, presiente, sus cromosomas y neuronas saben, saben que las diferencias obvias entre los poseedores de todos los nombres, vivos y muertos, no equivalen, no deberían equivaler a la institucionalizada desigualdad aberrante. Absurda, abismal desigualdad social, matriz y ombligo de infinitos males, endémicos, epidémicos, pandémicos… Males –dicho sea no tan al margen, don José— potencialmente exportables, transplantables, infiltrables, inoculables, injertables, ¿ya aquí el etcétera?, a habitantes de otros planetas en un plazo razonable, como cualquier virus o bacteria patógena inmune a obligatorias desinfecciones masivas previas a viajeros del cosmos. Apenas hay viaje o aventura, de cualquier naturaleza, sin una revisión, explícita o implícita, de las desigualdades enraizadas. La sombra del otro.
Lo dicho: a todo lector le es dado ¿por quién? y dable salirse un momento por la tangente, ¡y tanta gente!, pero volver, para eludir las provocaciones y amenazas del texto, sin dejar de leerlo así esté el libro cerrado. Cerrado con un párpado por seña.