Una colaboración de Alejandro García | Esquisses

No había dormido bien la noche anterior. La temperatura empieza a bajar en Nueva York y a mi landlord se le ocurrió poner la calefacción. No soporto el calor.

A eso de las 8:30 de la mañana decidí pues, dejar de intentar dormirme y empezar el día. Revisé mi teléfono: un mensaje de Victoria.

_Cul20_1B“Buenos días”, decía el mensaje y un enlace. Bob Dylan había ganado el Premio Nobel de Literatura.

San José, mayo de 2012

Aterricé a eso de las 9 de la mañana en el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría en Costa Rica. Bob Dylan tocaba en el Palacio de los Deportes de Heredia, a las 9 de la noche. Compré un vuelo temprano porque tenía que llegar a Heredia –no sabía qué tan lejos era–.

De la sala de espera pasé a las calles de San José. Decenas de taxistas se aglomeraban afuera. “¿Para dónde, para dónde?” decían, “Where to? Where to?” con la misma insistencia de los guatemaltecos. Ha de ser igual en toda Centroamérica, pensé.

Me había enterado del concierto un par de meses antes. Por pura casualidad entré al sitio web de Bob para buscar las letras de una canción cuando vi, a un lado, un banner que anunciaba las nuevas fechas de su Never Ending Tour –la gira que tiene a Bob dando conciertos desde 1988. Casi sin pensarlo le di clic con esa mórbida –casi masoquista– curiosidad de ver dónde iba a tocar.

India, pensé. Tal vez Bangladesh, Moscú. “Shows in Latinoamerica,” decía hasta arriba de la página, y suspiré.

Bajé con cuidado, Mexico City, Mexico City, Guadalajara, Monterrey “púchica,” dije “¿cuatro fechas en México?” Y de repente, ¡pum!: Heredia, Costa Rica, 5 de mayo. Paré en seco, vi la página más de cerca. La volvía a ver. Y lo decidí. No. Lo proclamé en voz alta: “voy a ir a ver a Bob Dylan a Costa Rica.”

Pasé los días estudiando el Love and Theft, el Modern Times, y el recién lanzado (en ese entonces) Together Through Life.

“¿La Condesa?” pasé preguntando entre los taxistas y choferes, “¿Alejandro García? ¿La Condesa?”

Lo último que hice mientras planeaba mi viaje a Costa Rica fue buscar hotel/hostal. En esa era pre-Airbnb, y sin amigos ticos, confié en las manos de un agente de viajes que me consiguió un vuelo barato y un contacto en Heredia que compraría el ticket del concierto por mí. Paré hospedado en un hotel de cuatro estrellas, pagando más de lo que debía por una noche, unos 80 dólares por una pinche noche. Al menos tenía servicio de transporte aeropuerto-hotel hotel-aeropuerto.

“¿A qué viene, amigo?” me preguntó el chofer, joven –de unos 30 años, recién afeitado; tenía el pelo encerado, como relamido por una brocha mojada.

“A un concierto,” le respondí mientras estudiaba el paisaje sanjosesino. La carretera principal de la capital tica estaba en plena remodelación, habían tractores, excavadores y docenas de trabajadores martillando el concreto.

“¿Dylan?” dijo y me sonrió desde el retrovisor. Le dije que sí. “Sí, muchos maes por la casa ya compraron sus entradas y están va de escucharlo en estos días.”

Pensé en la erre tica. Esa erre que no es erre, sino ewre. Es una erre casi gringa: suave, derretida. No había estado en Costa Rica antes, mi papá y amigos sí. Que no son muy diferentes, me dijeron. Que todos son maes, me dijeron.

“Tan grande y ese mae sigue cantando,” dijo el chofer.

Que el frijol lo mezclan con arroz, me dijeron.

“¿Y cómo está el fútbol en Guate, mae?”

Que hasta las feas con bonitas, me dijeron. Que no tenían ejército. Adelantados, pensé.

“Yo no soy tan rockero. Mi hermano, ése mae sí.”

Que allá es seguro pero más caro. Que no tutean, no vosean, ustedean más bien. Que todo es ‘pura vida’, me dijeron. ¿Qué tan cliché es el tico? pensé.

“Eh, pero si a usted le gusta, pues pura vida, mae,” dijo.

Seguro igual de cliché que el chapín, pensé.

Nueva York, octubre de 2016

Medio dormido le contesté a Victoria. “¡Sho!” le puse.

“¡Siiiiiiii!,” me puso –con incontables de íes. Corrí a la computadora, a revisar las noticias, a corroborar con varias páginas.

El NY Times, Electric Literature, la misma fanpage de los premios Nobel lo confirmaban: el comité del Premio Nobel de Literatura había otorgado el premio a Bob Dylan, y yo, en pleno East Harlem pensé: hay que ir al Café Wha?, fijo hay fiesta ahí hoy.

Hace unos meses, cuando murió Prince, el Apollo Theatre se vistió de morado y por doce horas hubo música. Cada hora tocaban Purple Rain y el público lloraba. Me imaginé lo mismo en el Café Wha? Imaginé a toda la McDougal Street llena de jipis coreando Like a Rolling Stone o Blowin’ in the Wind.

Heredia, mayo de 2012

Después de un sueño reparador en el hotel, dos barras de granola –estaba mentalizado en no gastar en comida– y tras llamar a casa, agarré camino al Palacio de los Deportes, a eso de las 5 de la tarde.

Pensé que iba temprano. Pero al llegar cientos de personas abarrotaban los alrededores. Varios vendían playeras o chemas.

A las 7 abrieron la puerta, 7:15 entré, 7:16 compré una chema –de las oficiales del tour, 7:20 me senté a esperar a Bob. No eran asientos numerados. El Palacio de los Deportes de Heredia es así como un Teodoro Palacios Flores. No me alcanzó para VIP así que quedé en gradería, a un costado del escenario. Probé el zoom de mi teléfono: pésimo. ¡Estaba listo!

En el escenario ya estaban los instrumentos de la Never Ending Band, el bajo de Garnier, la batería de Receli y guitarras, varias guitarras.

A las 8 en pun(tit)o empezaron los teloneros ticos, Foffo Goddy, un dueto country, indie/folk. Búsquenlos. Ahora son tres.

Conocí a Bob a los 16 años, más o menos. En esa época empezaba a escribir más en serio. Pero no leía, o leía poco, eso sí, no leía poesía. No la entendía o no me interesaba, o un poco de ambas. Leía entonces letras de canciones, de Rage Against the Machine, The Wallflowers, Alice in Chains, Eminem. Pero de todos los cantautores que estudiaba todos coincidían en uno: Bob Dylan.

Empecé tímido con Bob. Like a Rolling Stone, Watchtower, Blowin’ in the Wind, las típicas. En el 2005 compré el Essentials, dos discos con sus mejores éxitos y pues, ahí me quedé. Me interesé en el folk, en el acoustic blues, el country, pero sobre todo en sus letras.

Al poco tiempo compré su autobiografía: Chronicles Vol.1 y supe de la literatura, Bob Dylan me enseñó de literatura.

Llevaba años leyendo a regañadientes en el colegio, “leyendo” las lecturas asignadas: el Mio Cid, el Lazarillo de Tormes, Coelho. Pero Dylan me hablaba de Kerouac, de Ginsberg, de T.S. Eliot, Tolstoi, Langston Hughes, W.H. Auden, Heminway, Dylan Thomas, Whitman, Faulkner, Ezra Pound, Yeats. Sí le gusta Dylan ha de ser bueno, pensé.

Cuando la literatura fue un desierto árido Bob fue, para mí, un haz de luz: vivo, cálido, cordial y benevolente. Y no solo eso, escribía de ahuevo.

Empecé con Whitman y T.S. Eliot, y a un lado el Highway 61 Revisited. Ya casi no leo poesía, pero Dylan sigue ahí, con cada disco. El Love and Theft es una de mis posesiones más preciadas; Moonlight y es mis poemas favoritos.

The seasons they are turnin’ and my sad heart is yearnin’
to hear again the songbird’s sweet melodious tone
won’t you meet me out in the moonlight alone?

Moonlight – Bob Dylan

Y Po’ Boy tiene la efectividad de relato a la Raymond Carver, todo un relampagueo voraz.

My mother was a daughter of a wealthy farmer. My father was a traveling salesman, I never met him. When my mother died, my uncle took me in—he ran a funeral parlor, he did a lot of nice things for me and I won’t forget him.

Po’ Boy – Bob Dylan

Bob empezó puntual. La primera: Leopard Skin Pill-Pox Hat estalló, los ticos y yo: igual. No era un Dylan viejo y delicado. Claro, no tenía la juventud de Mick Jagger, pero sabía proyectarse. Luego, más sutil pero igual de emocional Don’t Think Twice it’s Allright, Beyond Here Lies Nothing y Tangled Up in Blue.

Bob sonreía. Los aburridos en VIP, algunos sentados, otros apenas cabeceando nos hacían quedar mal. Pero a los lados, los pobretones en las gradas cantábamos, nos meneábamos. Debo admitir, las gradas del lado oeste gritaban más, y Bob, con calor y humildad, les regresaba risas tímidas, se tomaba el sombrero, saludaba.

¿Y la armónica?, pensé. Pero no es así no más. Bob no tocó la armónica hasta la quinta canción.

Summer Days sacudió el estadio y luego, Not Dark Yet, chula, lenta, nostálgica. Llegó Shadows are falling y todos suspiramos –y es que Dylan (y su banda) no toca las canciones en versión estudio, es hasta que escuchamos un par de frases que el público puede saber cuál es–. It’s not dark yet, but its getting there, otro suspiro. Sometimes my burden is more than I can bear, uno más. Y luego, así, a media canción, Bob sacó la armónica de su saco negro. Sopló, y ese pedazo de metal lloró como un violín. Todos suspiramos, aplaudimos. Recuerdo que se me enchinó la piel.

Nueva York, octubre de 2016

Pasado de medio día, después de leer en varios medios la noticia y ver el video de cuando Sara Danius anuncia el premio, salí para el Village. No quise revisar las noticias o fanpages para confirmar si en efecto había gente celebrando el Nobel, quería llegar y sorprenderme, para bien o para mal. John Wesley Harding en los audífonos.

Paré en la 12 calle, West Side. Pasé a Two Boots por un pedazo de pizza en lo que pasaba una fina llovizna que cubría Lower Manhattan. A eso de las 2 caminé las calles restantes a Greenwich. Pasé el Washington Sq Park con el oído alerta, pasé NYU, a un lado de Little Lebowski, Blue Note y llegué Café What? Nada. Un par de argentinos se tomaban fotos frente al muro que anunciaba un tributo a Hendrix, pero nada, nadie, ni una sola guitarra.

Me fui vencido a leer a la biblioteca.

Saliendo de una lectura en la noche, a las 9, pasé de nuevo por McDougal Street. Nada, nadie. Ah gringos aguados, pensé. Y pues nada, de vuelta a casa.

Heredia, mayo de 2012

El resto del concierto fue un vaivén de rolitas nuevas y clásicos. The Lonesome Death of Hattie Carroll, Love Sick, Thunder on a Mountain, Ballad of a Thin Man. ¡Púchica, canté Ballad of a Thin Man en un concierto de Dylan! Like a Rolling Stone y claro, el estadio reventó. How does it feel? todos, How does it feel? y Dylan volteó a ver a la derecha, How does it feel? y sonrió. Sí, Bob Dylan sonríe, a veces no más.

Dylan canta diferente, como si cada frase fuese separada por un punto y aparte, canta con una cadencia a la Christopher Walken, pero siempre muy Dylan. Su fraseo es rápido a veces, lento y alargado a veces, difícil de descifrar a veces. Entrega aullidos y falsetes inesperados. Su delivery es performático, con la autoridad de un anunciador de subastas, o con la nostalgia y fragilidad de un marinero. Dylan: swing, crooner, orador. Dylan: buitre cantor, coyote. Dylan sobre el escenario es una marea lenta con fuertes oleadas repentinas, chapoteos y chubascos; llovizna y relámpagos.

No, Bob Dylan no habla, no platica, no tiene ese picor y carisma de, digamos Anthony Keidis, o la sutil elegancia de Colin Meloy. No saluda como Brian Fallon, no narra como los Milk Carton Kids. No, no conecta. Y pues, a mí tampoco me hace falta. No es para justificarlo. Recuerdo con cariño del “Hello Guatemala City” de James Hetfield en el 2010, o las bromas de Neko Case cuando la fui a ver al Apollo el año pasado. Pero para mí no es algo necesario en un concierto, en un frontman. Pasada la hora del concierto presentó a su banda y ya.

“No creo que no estés acá, Vale,” dijo un tipo a la par mía mientras Dylan presentaba a sus músicos.

“–.”

“No, tampoco vino.”

“– – –.”

“Yo les avisé con tiempo y no quisieron.”

“– –.”

“No, no dejaban entrar cámaras profesionales.”

“– – – –.”

“Por eso te estoy llamando.”

“–.”

“No, no la ha tocado.”

“–.”

“Esa sí.”

“– – – – – – – – – – –.”

“Está increíble, el mejor concierto de mi vida.”

“–.”

“¿Qué? No, no he llorado,” río. “Pero tal vez después.”

“– –.”

“Te lo juro.”

Y yo, pues también estaba tranquilo durante el concierto. Sospechosamente tranquilo. “¿Y lloraste?” me preguntaron también unos días después, varias personas. Y pues no, no lloré. ¿Debí haber llorado? Tal vez, qué se yo. Pero no. Supongo que parte de mi sabía que algún día iba a ver a Dylan en vivo. Ahora solo falta Waits, Cave y Cohen, pensé –pienso–.

Después All Along The Watchtower, se despidió, encore, paré brincando Rainy Day Woman #12 & 35 con un grupo amorfo de hippies bailadores, Blowing in the Wind y de vuelta al hotel.

Nueva York, octubre de 2016

Usualmente tomo la línea roja de vuelta a casa, me deja en la 116. Ese jueves me bajé en la 96 para comprar unas cosas en el supermercado. Era una noche fresca, tranquila, decidí caminar el resto del camino. El Upper West Side es un barrio familiar, no tan fufurufo como Downtown, pero siempre apartamentos de lujo y restaurantes caros.

Caminé hasta la orilla del Central Park, en la 99, me sumergí en el gran pulmón de Manhattan. Me quité los audífonos, llevaba toda la tarde oyendo música y el plástico me empezaba a lastimar.

El parque estaba casi vacío. Por ahí iban algunos corredores, un par de dog walkers, ciclistas. Un solitario carrito de hot dogs aparecía entre la grama. Y justo por ahí, en la distancia, una guitarra acústica. Seguí el rastro de los acordes hasta llegar a un llano. Había unas 4 o 5 personas reunidas. El guitarrista cantor sonrió a los aplausos y se quitó la gorra, de los Mets.

“Keeping with today’s spirit,” dijo y rascó las cuerdas.

La luna aparecía chata en el cielo, como amasada de un lado.

“They sat together in the park,” cantó el cantor y señaló el suelo, “as the evening sky grew dark,” al cielo, y siguió el resto de Simple Twist of Fate.

…a media canción, Bob sacó la armónica de su saco negro. Sopló, y ese pedazo de metal lloró como un violín. Todos suspiramos, aplaudimos. Recuerdo que se me enchinó la piel.

Dylan: swing, crooner, orador. Dylan: buitre cantor, coyote. Dylan sobre el escenario es una marea lenta con fuertes oleadas repentinas, chapoteos y chubascos; llovizna y relámpagos.


Alejandro García (Guatemala). Zurdo. Fiel creyente en la comunidad y colaboración. Inquieto noctámbulo. A veces lee, a veces viaja, a veces toma fotos, a veces hace música, muchas (muchas) veces escribe, a veces no. Es orgulloso piloto de un Subaru intergaláctico.

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