Celso A. Lara Figueroa

Lo más grave del asunto es que los textos utilizados en la escuela guatemalteca evaden tratar sobre el tema y así, dejando una laguna histórica de unos seiscientos años, pasan al capítulo siguiente, mostrándonos ya a los pueblos guatemaltecos de la época de la Conquista, organizados y guerreando, pero sin tener ningún nexo aparente con los desaparecidos mayas.

Hacia el año 900 d.C. parece haber habido una sequía prolongada, que castigó durante unos años el territorio comprendido por Mesoamérica; tal parece desprenderse de los estudios realizados por científicos dedicados a la paleobotánica. Esta sequía afectó duramente los campos de cultivo y pronto el hambre se hizo sentir.

El pueblo maya volvió los ojos hacia sus sacerdotes, especialmente a los encargados del culto a Chac, el señor de la lluvia; los esfuerzos propiciatorios de los sacerdotes resultaron inútiles, pues no llovía. Cuando la situación se hizo desesperada el pueblo se rebeló y, tras sangrientas revueltas, los sacerdotes desaparecieron. La situación se tornó más difícil, pues debemos recordar que sólo la élite sacerdotal sabía leer y escribir, y guardaban celosamente entre ellos el monopolio de sus conocimientos astronómicos y de todo tipo, con lo cual, los centros mayas quedaron al garete. Así las cosas.

Se hace sentir, por las fronteras del noroeste, la presión invasora de pueblos toltecas, que marchaban hacia el sureste, posiblemente impelidos por la misma sequía que había hecho crisis entre los mayas. Estos invasores provenían de Tula, centro irradiador de cultura, localizado en el Altiplano Central Mexicano, y su lengua era el náhuatl. Los toltecas eran guerreros y su técnica militar era superior a la de los mayas. De este modo las sucesivas oleadas de toltecas se posesionaron de los centros mayas, imponiéndoles su dominio en un momento de caos organizacional.

Los toltecas así establecidos hubieron de tomar mujeres de entre los mayas, con lo cual, los hijos de estos heredaban el recuerdo de su venida de Tula y, por supuesto, de su descendencia tolteca, pues esto les aseguraba su nobleza y derecho al trono, o a posiciones de gobierno, sin embargo, de sus madres aprendían el maya como lengua materna, así como otros muchos rasgos culturales de este pueblo. Se comprenderá que, debido a esto, la lengua náhuatl desapareció, pero se conservaron intactos, aunque confusos, otros elementos provenientes de Tula. Así las crónicas indígenas de Guatemala, como el Memorial de Sololá o el Popol Vuh, asientan en sus páginas referencias a hechos que, para el lector profano resultan oscuras, inconexas y hasta contradictorias, pues se nos informa en esos códices que estos pueblos indígenas de Guatemala, como lo son cakchiqueles y quichés, vinieron de Tula, del oriente, cruzando el mar trayendo a dioses toltecas, como Tohil, Avilix y Jacavitz, pero, a la vez, lo escriben en una lengua mayense y utilizando el viejo calendario maya, con su sistema vigesimal, que ahora ellos computarán, contando años de cuatrocientos días.

La herencia militarista tolteca pervivirá, y la ciencia de los mayas cederá su lugar a las armas de los toltecas, la astronomía, a la guerra, y los magníficos centros ceremoniales de los mayas serán abandonados, tomando su lugar los nuevos centros fortificados, rodeados de barrancos y construidos en lugares escarpados.

El período Postclásico fue, pues, de guerra, y así no debe extrañarnos que toda la grandeza del mundo maya haya perecido, olvidándose sus descendientes de la escritura jeroglífica, de tallar estelas, de elevar esbeltos templos al cielo y, en su lugar, haya subsistido una cultura decaída, cuyas mayores preocupaciones fueron la guerra y su subsistencia.

De estas continuas contiendas y rivalidades, surgirán los señoríos indígenas que encontraron los españoles a su llegada a estas tierras y cuyos odios mutuos y permanentes rencilla supo aprovechar para sus fines de sometimiento el hábil Adelantado don Pedro de Alvarado.
Tal es pues el origen de las naciones indígenas que conformaban el territorio de la actual República de Guatemala durante el siglo XVI, y cuyas lenguas permanecen hoy con los nombres de: cakchiquel, quiché, mam, kekchí, pocomchí, tzutuhil, etcétera.

La Historia de Guatemala es, entonces más que fecunda. Sin querer de pecar de retóricos. Se remonta a épocas en las que florecieron varias civilizaciones entre la que destaca por su originalidad la cultura maya, cuya especificidad, originalidad y variaciones culturales irrepetibles, la hacen establecerse como una de las civilizaciones más originales del mundo.

El devenir del hombre guatemalteco va a constituir tres grandes ejes de su identidad desde estas profundidades hasta nuestras primeras décadas del siglo XXI. De tal manera que podemos hablar de un período prehispánico, uno hispánico y otro republicano y contemporáneo.

Durante todo el período prehispánico, una extensa región geográfica, que se extiende desde el centro de México hasta el nordeste de Costa Rica, constituyó un área cultural en la que se practicaba la agricultura, se usaba la obsidiana para elaborar armas y otros utensilios, se construyeron edificios en forma de pirámides escalonadas y también campos para el juego de pelota; asimismo en los pueblos de dicha zona se utilizaban calendarios muy similares. Toda el área estaba habitada por sociedades organizadas políticamente. Esta área de cultura semejante se ha llamado Mesoamérica.

El mundo de Mesoamérica culmina con el arribo de las naves del Viejo Mundo a principios del siglo XVI. Las antiguas civilizaciones del mundo prehispánico habían tenido como punto de enlace el respeto inmenso e intenso hacia la Naturaleza, lograron un perfecto equilibrio entre el mundo verde de estas tierras y la vida social, al grado de crear toda una concepción del mundo y de su imaginación que creó seres que la protejan y la alimentan, personajes que a pesar de los avatares del destino, aún han llegado hasta nuestros días.

Es decir que el área maya guatemalteca la sociedad sacraliza la naturaleza, la hace propia, la vuelve parte de sí misma y la proyecta a cada miembro familiar, a cada individuo propio de la vida cotidiana.

La Historia de Guatemala es única e irrepetible; ya que con el arribo de los contingentes europeos vía España, se trastoca todo el mundo americano, y por lo consiguiente la visión de la vida de los guatemaltecos. No es este el lugar adecuado para trazar una larga Historia de Guatemala, pero el hilo conductor que la caracteriza, y la hace irrepetible con el resto del mundo son dos ejes esenciales: a) una población española que ya entrado el Renacimiento, aún no había olvidado los grandes elementos de la cultura medieval: los miedos a la vida, la creencia en un mundo de espíritus y vida espiritual que traslada a Guatemala y al resto al Nuevo Mundo desde muy temprano.

En otras partes de América desaparece. En Guatemala continúan permaneciendo, porque parecidas a las creencias y visión del mundo de los mayas y pueblos mayanses, se sincretizan, se amalgaman y se vuelven propias de este envoltorio mágico que es Guatemala: las características, están, pues, en la religiosidad acendrada, en la creencia en seres extra naturales que cohabitan en forma natural con los hombres y al surgimiento de una religiosidad popular en donde los santos, al cruz y las antiguas deidades prehispánicas mayas se vuelven únicas y se acrisolan en un cristianismo animista popular, más alejado de lo oficial de lo que quisieran los padres evangelizadores, y b) el otro eje en que descansa la vida social guatemalteca es la relación profunda entre sociedad y naturaleza, aspecto único en la América Hispana desde el principio.

Estos dos ejes han de modelar la cultura guatemalteca desde siempre y para siempre, y por eso explican la idiosincrasia de nuestro país, nos explica lo que somos y cómo somos. Seres religiosos, muy ligados a las enseñanzas de la naturaleza y a los designios que vienen de las alturas.

El proceso colonial en Guatemala, durante casi trescientos años no hizo más que sustentar este aspecto sacro-religioso, que permitió, por un lado el desarrollo de un cristianismo muy propio en los dos españoles, “mestizo-ladinos”, y en donde la figura de los Nazarenos, las Vírgenes Dolorosas y los Sepultados se vuelven en el camino propio de la vida cotidiana de las poblaciones, sacralizan cada instante, lo vuelven auténtico e irrepetible, y por otro lado, el cristianismo animista, de las poblaciones indígenas, retoman el mundo cristiano, pero lo vuelven hacia sus propias creencias y más que creer en lo cristiano, las antiguas deidades juegan de puntillas atrás de la cruz, atrás de los altares barrocos, de las espadañas y de los claustros conventuales del interior, despacio, con el tiempo del corazón del cielo y de la tierra, son que los propios curas doctrineros se dieran cuenta.

Cuando las autoridades eclesiásticas lo perciben, hacia finales del siglo XVIII, ya era muy tarde. Muy elocuente al aspecto, es la visión del Arzobispo Pedro Cortés y Larraz entre 1765 y 1770. De tal manera que la cultura guatemalteca ya formada alcanza la vida independiente el 15 de Septiembre de 1821. Pero todo el fragor de la vida social y espiritual se centra en gran medida en los centros urbanos, mientras el mundo del campo queda semiaislado, y cobra su connotación final: veintitrés etnias de origen maya y mayanse dispersas en todo el país con especificidades propias y el pueblo mestizo, criollo descendiente de españoles y otros contingentes poblacionales y el pueblo Garífuna que entra en escena guatemalteca en 1800, por accidente, después de que un barco guerrero se hunde en las cosas de Roatán, Honduras y posteriormente se dispersan hacia la costa de Belice y el resto de la costa atlántica guatemalteca.

Ni el liberalismo de 1871, con su despojo profundo de las tierras comunales y la semiesclavitud de la población indígena lograron amalgamar las culturas. Al contrario, reafirmó regionalismos y localismo, en donde el municipio se convirtió en el punto esencial en donde la vida del campo siguió el ritmo de la naturaleza, el tiempo y el conteo de las estrellas y de los katunes.

No obstante, los avatares del Capitalismo de principios del siglo XX, los graves problemas del conflicto armado que diezmó poblaciones en el interior del país, la sociedad guatemalteca siguió incólume. Con una gran diferencia que marca inusitadamente la vida guatemalteca: el terremoto de San Gilberto de 1976 que desnudó Guatemala en todas sus miserias, y la vuelta a retomar de la conciencia indígena a partir de 1992.

Este punto es crucial para entender la Guatemala del siglo XXI: la toma de conciencia de los grupos mayas a partir de ese año hacia nuestros días afincó más su cultura, los ha vuelto orgullosos de sí mismos, reclaman derechos y piden obligaciones. Y desde entonces la vida ha modelado tres grandes pueblos que conforman este envoltorio mágico: Mestizos, Mayas y Garífuna.

Todos tienen una historia en común, todos pretenden tener una historia separada que confluirá en algún katún no muy lejano, pero lo que si sigue vigente es la idiosincrasia del guatemalteco que se pudiese definir de la siguiente forma: En esta fragua de la Historia, el guatemalteco ha sido formado por su pasado de una manera peculiar, irrepetible: es un ser colectivo tierno, suave, de hablar pausado con “un cantadito” que recuerda el latín conventual del siglo XVI; harto huraño, muy desconfiado, que trata de vos y habla de tú, y que de tanto caminar entre las calles de circunloquios de lirios, le da muchas vueltas a lo que quiere decir.

Desconfiado hasta el más, el guatemalteco cuando sabe encontrar el camino del corazón se abre como una flor de fuego, como la mítica flor del Lirolay, extiende la mano y se ríe de sí mismo. El guatemalteco maya, mestizo, xinca o Garífuna a pesar de sí mismo, retoma el cayado de su historia y vuelve a lo sagrado, por la puerta grande. Se introduce de puntillas, sin sentirlo, por las ceibas del Señor de los cerros y vuelve al sincretismo de su vida diaria, donde dos vientos lo envuelven siempre: la cruz del cristianismo y el animismo de la religiosidad maya, pero vueltos uno e indisoluble.

El cristianismo-animista guatemalteco es único en el mundo latinoamericano y tiene muy poco que ver con el cristianismo oficial sea éste católico o de otra denominación evangélica o protestante histórica. El crisol de lo sagrado dirime la vida total del guatemalteco. Pero esa misma carga intensa de historia y cultura lo catapulta a las galaxias de sus mitos, de sus ritos y sus ceremonias, y cada uno de los pueblos de este envoltorio mágico conmemora la fragua de la historia con sus propias formas de vida, ya sean estas comunes o productos específicos de su cultura milenaria. Un elemento esencial permea todo el ser guatemalteco: el mestizaje biológico y cultural. En Guatemala no existen culturas puras, sino hombres rutilantemente creadores que han sabido jugarle la vuelta al racismo y a la discriminación y entremezclados, enlazados con tanta solidez como los baladores del Palo Volador, los guatemaltecos son mestizos por los cuatro puntos cardinales, aunque sus destellos se difundan hasta Gukumatz y el Corazón de la tierra, hasta el mundo de los negros africanos y hasta las sutilezas de la cultura occidental.

Guatemalteco híbrido. Arriero del agua y del viento, atiza todos los días ese crisol de lo sagrado con sus fiestas y ceremonias, amalgamadas, poéticamente perfumadas de pinos y pinabetes, olientes a pom y serrín.

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