Por Sandra Xinico
No recuerdo mi infancia entre teatros, cines, museos, o sea no me recuerdo entre los recintos «oficiales» del arte; creo que la primera vez que escuché la palabra arte fue en la escuela, por el curso de «artes plásticas» en el que «aprendíamos» a hacer algunos trazos con lápiz y manualidades; digo manualidades porque eso es lo que hacíamos pues no era una creación como tal sino la copia de un modelo que nos obligaban a repetir, con suerte nos dejaban combinar colores según «nuestro gusto», pero en el peor de los casos, se trataba de una réplica exacta de un cisne sobre un lago, el cual debíamos rellenar con arena sobre una base de vidrio (hasta hoy no tengo ni la menor idea si esto es parte de alguna técnica de arte o no).
Después volví a escuchar la palabreja en la secundaria, ya que existía un curso al cual las chavas no podíamos optar, «Artes Industriales»; en su lugar debíamos cursar «Educación para el hogar», donde nos «enseñaban» a ser «mujercitas» o sea a cocinar, tejer ajuares de bebé, muestrarios con puntadas que utilizaríamos en los cobertores de cama y sobrefundas que elaboraríamos para que adornasen nuestra hermosa habitación y a lo que nos dedicaríamos mientras nuestros esposos trabajaban fuera de casa. (Tampoco aprendí mucho, por no decir nada, del arte en esta etapa).
Fue hasta la universidad donde me codee con las teorías y las distintas perspectivas que definen qué es el arte o mejor dicho los parámetros para que cierta creación sea concebida como tal. La discusión al respecto inició en mi cabeza, porque empezó a interesarme el arte y la antropología y nunca me sentí convencida de la perspectiva de los profes de la Escuela de Historia (de la USAC) que reducían el arte a la imaginería artesanal santera (obsesión de muchos historiadores del arte, al menos los que conocí en la universidad) o al endiosamiento del arte colonial y occidental, y sí, nada más que eso.
En antropología por ejemplo, constantemente nos hablaban sobre el «arte popular» una categoría que encerraba todo, todo, lo que emergiera de los pobres y la «artesanía», así se definía a las creaciones de los pueblos indígenas. Al parecer el arte como arte si surge de los pobres o indígenas no será arte ya que automáticamente se vuelve otra cosa y las teorías lo reflejan tal cual, porque categorías tan simples como estas contenían un sinfín de manifestaciones que por clase y etnia eran relegados por completo por la academia o de las ciencias occidentales.
Arte popular por ejemplo, define las manifestaciones creativas de las clases sociales bajas, aquellas que fueron definidas como carentes de complejidad, de buen gusto, que identifican a los pobres porque a los pobres se les atribuye la estética kitsch, lo anacrónico, lo sobrecargado, lo chinga la vista, lo mal combinado. Las artesanías por su parte son las creaciones indígenas en serie que traducen folklore y que brindan al turista o extranjero un pedazo cultural de una etnia a la que visitan u observan (no la entienden, claro está).
Y es frente a esto que intento como pobre, indígena y antropóloga comprender el arte o disfrutarlo, me esfuerzo durante años, a exprimir esas decenas de exposiciones que veo, de comprender las instalaciones y de hacer que mi mente vaya más allá para ver en lo surrealista lo real (o hacer como que entendí el abstraccionismo), pero sigo sintiendo que estoy atrofiada frente al arte que percibo, es como si ese arte y yo no conectáramos.
Las pruebas… ¿del atrofiamiento?
Me encuentro frente a una instalación, no leo la reseña y me aventuro a tratar de entender y conectar con lo que veo, sin prejuicios ni predeterminaciones, sólo observar, es la Bienal de Arte, un gran acontecimiento en el país, observo una de las sedes, el primer espacio muestra objetos tan familiares para mí, son fotografías de objetos con los que crecí: ocote, ollitas de barro, caites, hondas, paxte, tiza, todos objetos que conozco, fotografiados y explicados en su función (y en mi idioma K’aqchikel) y me digo a mí misma ¿ve pues, jamás imaginé que una fotografía fuese arte pero que el objeto fotografiado fuese apenas una artesanía o a lo sumo un utensilio cultural con el que crecí? Observo la otra sala y encuentro cortes tendidos, como cuando una lava y los tiende al sol, al lado de estos hay bultos, bultos envueltos en un su’t, a los que la chica guía de la exposición llamó Bottari, en idioma coreano, lo cual supo explicarme muy bien, pero titubeó cuando le interrogué sobre el significado de los cortes tendidos al lado de los Bottari, indicándome únicamente que una tela típica era la conexión entre el arte de una coreana y los guatemaltecos «los cuales no se identificarían con la instalación (o sea el arte expuesto) si no vieran las telas típicas colgadas» ¿?.
Me observo y me digo «si una tela típica colgada es arte y yo visto diariamente esta tela típica» ¿esto me convierte en una pieza de arte? Me río y digo: ¡qué absurdo mi pensamiento! ¿Absurdo? Me queda esa pregunta en la cabeza… y creo que lo absurdo es tratar de definir el arte, porque para mí el arte que me define puede ser aquel que adorna las camionetas que van a mi pueblo, seguramente las han visto (y quizá hasta utilizado) aquellas piezas de arte flagrantes que reúnen colores y formas únicos. Y qué decir del arte de los pueblos, como los Chinimital, una especie de arte oral y viviente cuyas oratorias son fundamentales para las pedidas de mano para las bodas y compromisos en los pueblos indígenas.
Voy a la cantina de mi barrio y todo me parece artístico, un tecolote gigante de barro que nos recibe en la especie de barra que hay al fondo, unos brichos que cuelgan del techo y la música… qué puedo decir de la música, todo un arte que se mezcla con las cervezas de manera complementaria tal, que nos conectamos. ¿Conectarnos? Sí, creo que de eso se trata el arte, de identificarnos con lo que nos conecta porque es un vínculo con nuestra realidad, aunque esa realidad a veces sea incomprensible, como me resulta hasta ahora comprender el arte contenido en esa técnica maravillosa de enlatar nuestro excremento para volverlo pintura en aerosol y luego hacer majestuosos dibujos con la mierda, así de incoherente, así de incomprensible… pero necesariamente vinculante (a nuestro ser) es el arte.
Sandra Xinico Batz (1986, Patzún, Chimaltenango) Antropóloga maya K’aqchikel, engasada con las letras, empecinada por la historia y obstinada en que se escuche nuestra voz, la voz de los pueblos.
Me observo y me digo «si una tela típica colgada es arte y yo visto diariamente esta tela típica» ¿esto me convierte en una pieza de arte?
…es como si ese arte y yo no conectáramos.