Kazán
DPA

Si una imagen vale más que mil palabras, como dicen, la del banco alemán, minutos antes de que la vigente campeona dijera adiós a Rusia 2018, fue reveladora: futbolistas mal sentados en el banco, con la mirada perdida, resignados a una suerte que Joachim Löw intentaba aún cambiar, voz en grito, mandando a los suyos al ataque.

Ni un gesto de ánimo, ni un vamos colectivo ni siquiera un intento de provocar desde fuera de la cancha lo que no sucedía dentro salió del banquillo germano, como si los campeones del mundo hubieran perdido repentinamente la fe.

Las noticias que les llegaban de Ekaterimburgo eran malas, muy malas. El tiempo de reacción en el Arena de Kazán, escaso. Y el milagro ante la infatigable Corea del Sur, imprescindible. Pero tan sorprendente como todo eso fue su reacción: nada.

Los bravos alemanes que se rebelaron contra Suecia en la segunda fecha para no despedirse ya del campeonato desaparecieron, engullidos por un estupor paralizante.

La garra teutona, el espíritu competitivo y las ganas de salvar al menos el honor con una victoria pírrica frente a los asiáticos se esfumaron.

Tampoco se vieron lágrimas ni jugadores tendidos en el césped tapándose el rostro mientras los surcoreanos festejaban como locos antes de echarse a llorar.

Sólo cuando el árbitro señaló el final del decisivo choque por el Grupo F, supieron los incansables hombres de Taeyong Shin que sus dos goles en el tiempo de descuento y su histórico triunfo sólo les habían servido para despedirse con el honor intacto.

«Nosotros jugamos por la gente coreana y sólo después de que acabó el partido, supimos el resultado de Suecia. Por eso lloramos, nos decepcionó», confesó un lacónico Hyenowoo Jo, con su pelo amarillo revuelto, después de ser elegido el mejor jugador del partido.

Lo hicieron juntos, en la misma ronda con la que se habían conjurado antes de iniciar el choque y de reanudarlo, mientras los jugadores alemanes desfilaban raudos hacia un vestuario que debió de ser como un funeral.

En las gradas del Kazan Arena, la numerosa hinchada germana se mostró comprensible, generosa. Y, en shock, respondió con aplausos al pobre espectáculo de los suyos sobre la cancha y a su eliminación.

Los futbolistas, conmocionados, ni siquiera tuvieron el gesto de juntarse para agradecer el apoyo y el calor.

«Hay una enorme decepción, un silencio sepulcral. Nadie está en condiciones de decir algo ahora, pero tenemos que aceptarlo», intentó justificarlos el sobrio Joachim Löw minutos más tarde.

«Es muy difícil explicarlo, pero no nos merecíamos avanzar. Los jugadores han luchado, no hay nada que echarles en cara, pero no logramos dominar el juego», continuó el seleccionador germano en la sala de prensa del Arena de Kazán, sin que su rostro dejara entrever la decepción que confesaba.

También él pareció desconcertado; incapaz de explicar por qué a su todopoderoso equipo le había sucedido lo mismo que a Francia, Italia y España, otras campeonas del mundo que no lograron superar la fase de grupos en el siguiente Mundial a la consagración.

«Creo que el último buen partido que jugamos fue en otoño (boreal) de 2017, ya hace mucho tiempo», acertó a decir Matts Hummels, ya en la zona mixta del estadio donde se consumó el gran fiasco de la «Mannschaft».

Los músculos de su cara estaban tensos. Sus ojos despedían rabia. Su continuo movimiento denotaba prisa por escapar del lugar. Pero demoró minutos explicándose antes de marchar.

A sus espaldas, Mesut Özil pasó como exhalación, casi fantasmal. Escondido bajo una gorra, con la mirada clavada en el teléfono y unos grandes auriculares adornando sus hombros. El mediocampista del Arsenal no escuchaba música ni los reclamos de los periodistas.

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