Río de Janeiro
DPA

El centro de Río de Janeiro estaba a comienzos de diciembre lejos de parecer el «mejor lugar del mundo», como calificaba a la ciudad el presidente del Comité Olímpico Brasileño, Carlos Nuzman, en agosto, el día en que arrancaban los Juegos Olímpicos.

Cinco meses después del final del evento, decenas de manifestantes se enfrentaban a pedradas con agentes de la Policía, que respondían con balas de goma, atrincherados en una iglesia. En las calles se sentía el humo agresivo de las barricadas en llamas y de los gases lacrimógenos.

«Río de Janeiro está volviéndose ingobernable», se quejaba poco antes el gobernador regional, Luis Fernando Pezao.

La euforia y la pasión por la mayor fiesta deportiva del globo se han esfumado a finales de 2016 en la metrópoli carioca. Y la resaca olímpica está siendo dura. La ciudad está sumida en la crisis económica, con muchos funcionarios públicos protestando en las calles porque llevan meses sin cobrar sus salarios.

También la violencia arrecia otra vez en muchas favelas, después de años de relativa tranquilidad. La pacificación de los barrios marginales ubicados en las colinas de la ciudad debía ser parte del legado del Mundial de fútbol de 2014 y, sobre todo, de Río 2016.

El balance es ahora negativo y las buenas noticias pocas. Una de éstas últimas es que la Línea 4 del Metro de Río, la mayor obra de infraestructura de los Juegos, está al menos operativa entre la zona sur y Barra da Tijuca, en el oeste de la ciudad.

También el circuito acuático del Parque Olímpico de Deodoro, donde se realizaron las competencias de canotaje slalom de Río 2016, sirve ahora como piscina pública. La entrega de la obra que costó más de 620 millones de reales (unos 180 millones de dólares) para el uso público era parte de las promesas del legado olímpico.

Aún sin definir, sin embargo, está el destino de las arenas del Parque Olímpico de Barra que debían convertirse en escuelas públicas y en centros deportivos de alto rendimiento.

Río canceló recientemente la primera licitación del Parque, ya que el único postor que se presentó no reunía las condiciones. Y la ciudad, en estado de «calamidad pública» (emergencia financiera) desde hace meses, no parece en condiciones de hacer ella las inversiones necesarias.

Los resultados, en general, quedaron por debajo de las expectativas. Durante el periodo olímpico llegaron a Río sólo 410 mil visitantes del extranjero, menos del medio millón esperado, y nada apunta por ahora a un nuevo impulso urbanístico, económico o social como el que registró por ejemplo Barcelona tras 1992, hasta hoy posiblemente el parangón de desarrollo tras un torneo olímpico.

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