Alfonso Mata

Timoteo O´Scanlan, en su escrito de 1792, nos hace ver que son demasiado notorios los estragos de la viruela tanto en lo demográfico como en lo agrícola industrial y señala la universalidad que tiene la viruela para el género humano e inmediatamente se hace la pregunta de «qué medidas tomar para precaver a nuestros conciudadanos de tan terrible azote» pues considera que «el asunto es digno de nuestras mayores diligencias» y define que «nada menos se trata de que la vida de una séptima y a veces cuarta parte que probablemente perecen»

La narrativa que hace de cómo se está enfrentando la pandemia de viruela en Europa es interesante. Nos cuenta que en varios países ha habido «Padres de familia buenos y prudentes, que agitados por la inquietud del bienestar de sus hijos y prometiéndose mayor tranquilidad sobre su suerte, toman la decisión de ir al encuentro de la enfermedad y bajo una reflexión -sabiendo que hay viruela benigna cerca de su casa- se esfuerzan y aprovechan la ocasión de redimir a sus hijos de un peligro, conduciéndolos al origen del contagio, al cuarto o a la cabecera de los enfermitos de su edad para que reciban los influjos de dicho mal y no agravarlos posteriormente de contagio natural». Otros valerosos y honrados padres de familia «son todavía más arriesgados; estos padres llevan a sus hijos camisas, que habían enviado a casa de los inficionados de viruelas haciéndoselas poner por algún tiempo o pidiendo que las coloquen entre las sábanas de los enfermos, para que con mayor seguridad pudiesen impregnarse de los miasmas variolosos, siempre tratando de confirmar por señales nada equivocas de su benignidad». Esta forma, de acuerdo a nuestro autor, parecía ofrecer las condiciones más ventajosas que se podían apetecer. Método que se practicó en varios países de Europa. Otra modalidad de control contada por O´Scanlan es la de los chinos, que «movidos por los mismos principios de ternura, han introducido el miasma por las narices de sus niños» mientras que los irlandeses lo introducían por medio de fricciones sobre las partes con las costras de viruelas o paños empapados de material reciente. Este era un método que era muy popular en toda la Europa del Norte y aún en Francia y España. En otros países, se hacía por medio de incisiones que dejaban penetrar el inocuo -de ahí viene la palabra inoculación- las sustancias de las costras de los infectados, a tal punto que, estos son los principios de la vacunación creía nuestro autor y que a su criterio eran practicado desde tiempos inmemorables. Ya en 1701, a causa de una cruel epidemia de viruela naturales que hizo un destrozó terrible en Europa, los doctores Timoni y y Pylarini, aconsejaron  entre griegos armenios y europeos de Constantinopla, la práctica de inoculación, práctica realizada fundamentalmente por dos mujeres, una llamada Tesalónica y la otra Filipopelis; la primera de las cuales se «gloriaba de haber inoculado más de 40 mil personas con gran felicidad».

Luego detalla y enumera vacunados de las cortes y la nobleza europea y da ejemplos exitosos en ello y de como la inoculación se difunde y provoca cambios de actitudes, como el sucedido en el pueblo de Worcester, en donde el obispo habló a favor de la inoculación, luego que treinta años antes en ese mismo lugar se había predicado que «las inoculaciones eran obra de Lucifer, e invención infernal» y En 1755, la sociedad médica de Londres declara que la inoculación era utilísima y que se debía admitir, y practicar. Sin embargo, la aceptación continúa siendo pobre y se da un ligero cambio en actitudes, cuando en 1767 un médico llamado Sutton introduce el método por punzada en lugar  de incisión.

Toda la primera parte del libro es rico en anécdotas y descripción de casos. Narra incluso eventos dramáticos, como el de Peverini en la Toscana «practicó la inoculación, dando principio en una nieta suya de cinco años casi caquéctica, cubierta de sarna, y criada por una mujer infeccionada de gálico (sífilis), sacando el pus de una viruelas confluentes, de que murió el sujeto, a pesar de cuyas circunstancias nada favorables, se curó la enferma, salvándose al mismo tiempo con la inoculación hasta 400 niños». Otra anécdota nos habla de dos señoritas vacunadas «La señorita de Chatelain, de edad de 14 años, inoculada a tiempo que estaba con supresión de su menstruo; un flujo excesivo de sangre que la sobrevino al tiempo de fiebre eruptiva, la quitó la vida: la hermana de 17 años inoculada al mismo tiempo, salió con toda felicidad”. Otro caso interesante que plantea es el de Francisco Samponts. Aquel hombre, luego de convencerse de la utilidad de la inoculación por lo que había leído, hallándose entonces para empezar a cursar la carrera de medicina, resolvió hacerse inocular «temeroso de contagiarse de las viruelas que creía no haber padecido» pero seguro de las «muchas ocasiones en que la facultad lo expondría al contagio de ellas, su hermano el doctor Don Ignacio Samponts, en compañía de otros médicos, dirigió la operación que se hizo en el mes de octubre de 1774, pero salió infructuosa o se redujo a lo que los ingleses llaman especie corta, no evidencia de nada. Se volvió a inocular aquel mismo mes, sin efecto alguno y al último año de medicina, volvió a repetirlo con igual suerte. Más tampoco experimento novedad alguna, en las muchas ocasiones, en que se había expuesto al contagio natural, visitando los virulentos; nueva prueba o de que la especie corta libra de tener viruelas, o de que la inoculación no puede producirlas en los que no lo han de tener, ni les causa daño alguno aunque se repita. No habiendo tenido la inoculación del doctor Samponts todo el efecto que se desea, esto es, no habiendo comunicado viruela visible, su ejemplo no pudo convencer sobre la utilidad de este método» concluye diciend.

Los escritos de O´Scanlan, también nos recuerdan que a veces la naturaleza juega malas pasadas. «En ese tiempo, pues, en que ya empezaba la inoculación a recibirse en Barcelona con entusiasmo, resolvió Don Francisco Vila, negociante, sujetar a ella a su hijo, contra la voluntad de su esposa que le criaba, y que por condescendencia no manifestó su repugnancia; pero ora sea, que el temor de la suerte de su hijo malease la leche, y por consiguiente el alimento del inoculado, ora sea que contribuyese a eso el estar dicha señora embarazada de tres meses, lo que entonces se ignoraba, y se supo después con el parto que sobrevino al cabo de seis meses con corta diferencia, o por fin, que las viruelas artificiales no pueden aunque rara vez dejan de ser desgraciadas, lo cierto es que el sobredicho niño murió en medio de ellas, en vano los mejores médicos, que seguramente no olvidaron remedio alguno para salvarlo.  Esta muerte, que fue la única entre los muchos inoculados en Barcelona, como el sobrevivir el estío, hizo olvidar la inoculación: Por otra parte, los inoculadores se han cansado de ver, que no tienen enfermedad alguna los inoculados, aún la más inconexa con las viruelas, que no se atribuye a la inoculación, por más que después de ella siempre hayan estado sanos, y así no la practican, sin hacerse mucho de rogar».

En general toda esa primera parte del libro, lleva a una conclusión a nuestro autor «todo este intervalo se malgastó en especulaciones, controversias y disputas».  Y a su vez nos recuerda que no todo es cuestión pública: «Podemos decir con toda verdad, que la inoculación en este reino está aún en sus primeras mantillas, y que la mayor parte de la nación ignora toda su utilidad; pues es muy poco el uso que se ha hecho de ella está aquí, y aún para eso ha sido necesario todo el conato de algunos facultativos, que animados del celo del bien público, venciendo la contradicción de los partidarios del sistema antiguo, han podido persuadir la seguridad de la inoculación. El deseo de liberarse de unas viruelas tal vez mortíferas, y aún quizá el miedo de los padres de perder sus hijos, ha sido más poderoso para dejarlos inocular, que la razón, y evidencia de la seguridad, y benignidad de esta operación.

 

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