Alfonso Mata
Yo diría que las nuevas generaciones y la última vieja en buena parte, ha cambiado totalmente su concepto de salud y enfermedad y las consecuencias de ellas, incluso ese marco conceptual trasciende los niveles socio económicos. Gran parte de esto es nuevo. Nuestros abuelos y bisabuelos, esperaban morir de una condición generalizada y gradualmente debilitante que llamaron vejez y que incluía las actualmente llamadas enfermedades crónicas y degenerativas, si no sucumbían antes de alcanzar esos años maduros. Y, por supuesto, muchos murieron antes de llegar a la mediana edad, a menudo víctimas de una enfermedad infecciosa aguda, cosa que en las nuevas generaciones es por accidentes o drogadicción. Hoy esperamos hacer frente y, en última instancia morir, a causa de los efectos de una enfermedad específica, normalmente crónica, que afecta la historia natural de nuestros cuerpos. Esta forma de pensar sobre la enfermedad como entidad y némesis, se ha convertido en un aspecto fundamental de la forma en que conceptualizamos el mundo y anticipamos nuestras oportunidades de vida. Hemos llegado a dar por sentado tales supuestos.
Las generaciones nacidas antes del siglo XX, consideraban la enfermedad, y especialmente la enfermedad crónica algo muy diferente. La enfermedad era un proceso relacionado con la labilidad individual y se enmarcaba y era producto de un conjunto elementos que tenían que ver con constitución, circunstancia y comportamiento del individuo. Un resfriado podía convertirse en bronquitis, la bronquitis en neumonía, o podía persistir en forma de «consumo» hoy llamado desnutrición o emaciación, también conocido como síndrome consuntivo. Bajo esos conceptos, el cuerpo siempre estaba en peligro, pero cuando no estaba debilitado por la predisposición constitucional, normalmente era capaz de superar una trayectoria potencialmente mortal.
Pero esas nociones holísticas cambiaron a finales del siglo XIX. Para los médicos desde entonces, aunque no para el público, las dolencias se veían cada vez más como entidades ontológicamente distintas y definidas, interpretadas como existentes en forma específica, fuera de sus manifestaciones en cualquier hombre o mujer en particular y tomaban nombre. Cada una de esas entidades exhibió un curso clínico característico y llegó a entenderse como la consecuencia de un mecanismo somático subyacente (ya sea anatómico, fisiológico o ambos). Por el contrario en la actualidad, cuando pensamos hoy en la salud individual y la política de salud colectiva, nos resulta difícil hacerlo sin definir con precisión una enfermedad y para la mayoría de la gente, la generalidad de las veces los médicos se encargan de eso y es real y sin ambigüedades su diagnóstico.
La evolución de la medicina hacia la especificidad de la enfermedad, si se midiera en términos de impacto cultural, nos daríamos cuenta que eso ha cambiado la forma en que los hombres y las mujeres comunes piensan en sí mismos y en sus perspectivas de vida y a eso habría que añadir que hoy, el repertorio de enfermedades específicas o las familias de estas como nutricionales, infecciosas, etc se utilizan para controlar la atención, racionalizar y administrar políticas de salud, planificar la atención médica, vender medicamentos y estructurar las relaciones de especialidad dentro de la profesión médica y sirven de guías para futuras investigaciones y de una mayor comprensión de los procesos dentro del cuerpo.
Pero la especificidad que se les ha dado a las enfermedades, a su vez existen como realidades y objetos en el espacio social con un uso o mal uso cada vez más variado, para establecer mecanismos de prevención, diagnóstico, tratamientos, no solo basado en la ciencia sino en la experiencia. Sin mencionar su parte comercial y económica: reembolsos, seguridad social, los anuncios de televisión y las estrategias de marketing de las compañías farmacéuticas. El acceso diferencial a la atención médica proporciona otro aspecto de la parte social que ayuda a constituir la enfermedad y su manejo. Raza, geografía, edad y género, pueden dar forma a la experiencia individual de enfermedad.
Las categorías de enfermedades y los rituales de objetividad que las definen, se articulan de manera poderosa e inevitable con las necesidades de una sociedad burocrática para agilizar y legitimar de inmediato las innumerables decisiones sanitarias y clínicas (y de consumidores individuales) que constituyen nuestro sistema de atención médica.
En resumidas cuentas, los conceptos de enfermedad, sus definiciones y formas de caracterizarlas son modos de comunicación que vincula a especialistas y generalistas, a los profesionales de la salud y estos con administradores y creadores de imágenes de medios, planificadores de políticas y hombres y mujeres comunes. Las categorías de enfermedades, vinculan el cuerpo, el yo consciente y la sociedad. Por ejemplo, cada diagnóstico de una enfermedad crónica o factor de riesgo (obesidad por ejemplo) arroja a un individuo como actor en una narración predeterminada. El obeso, además de estar enfermo, constituye una persona vulnerable y a riesgo de padecer una enfermedad crónica o varias de ellas y de padecerlas que esta se manifiesten con mayor gravedad y complicaciones. Cada hombre y mujer tiene que vivir con esa identidad y emocional y físicamente, manejarla.
Pero el mundo de la medicina cambia constantemente. En la actualidad, el mundo del diagnóstico de quién es usted física y mentalmente, depende de los exámenes constantemente en expansión que se hace para conocer más tempranamente el potencial aparecimiento y desarrollo de una enfermedad, a menudo sin síntomas. El que se le considere un enfermo es cada vez más temprano aun antes del aparecimiento de molestias, constituido por procedimientos de diagnóstico y convenciones acordadas negociadas y renegociadas fuera del cuerpo del paciente e inaccesibles a sus sentimientos. Piense, por ejemplo, en los niveles de colesterol y su importancia diagnóstica, pronóstica y terapéutica.
Pero esa nueva modalidad de clasificación sano-enfermo presenta riesgos. Desde principios del siglo XX, los críticos han advertido sobre los peligros implícitos en las formas reduccionistas de conceptualizar y manejar la enfermedad (tratar un riñón o interrogar un electrocardiograma o una imagen de rayos X y no una persona). Sin embargo, las clasificaciones de enfermedades aun de forma más específica, no han dejado de florecer en el último medio siglo y las clasificaciones de enfermedad fuertemente delimitadas, conservan su capacidad para manejar y movilizar la ansiedad individual, para dar forma a encuentros clínicos y para ordenar y racionalizar decisiones administrativas y terapéuticas. El impacto de esos nuevos conceptos en costo a la salud y economía de la salud ha sido también enorme.
Tanto los médicos como los críticos sociales han cuestionado el estado ontológico de diagnósticos particulares (piense en la fibromialgia o el trastorno por déficit de atención), mientras que una minoría cada vez más vocal de tales comentaristas, plantea el problema en términos más categóricos. Lamentan la implacable proliferación de factores de riesgo que se convierten en enfermedades y el carácter estigmatizador de tales designaciones. (Un erudito reciente se refiere, por ejemplo, a «vivir bajo el pronóstico del cáncer”, otro a «personas que viven bajo la descripción de manía”, pero incluso cuando tales críticas relativistas y humanistas se vuelven más ubicuas, las categorías de enfermedades que cuestionan, amplían su poder para designar, definir, predecir y dirigir el tratamiento. Eso tiene un costo social en salud mental y en la hacienda pública y privada.