Alfonso Mata
Como bien dice Howard Markel, reconocido salubrista “Nadie puede afirmar que la historia proporciona algún oráculo mágico de qué esperar en el futuro. La historia humana, simplemente no funciona de esa manera. Puede moverse en patrones distintos y reconocibles, pero esto es bastante diferente de repetirse en ciclos predictivos. Sin embargo, a pesar de esas limitaciones, los historiadores, al menos desde los días de Tucídides, han aportado puntos de vista matizados y contextualizados sobre cómo surgieron o evolucionaron los dilemas pasados y han ofrecido modelos útiles de la resolución de esos dilemas. Estas opiniones y modelos merecen nuestra atención. En la actual pandemia por COVID-19, el no prestar atención a esa historia, da como resultado un manejo totalmente errático ante la misma cayendo en los mismos errores de antaño y con magnitud mayor y culpabilidad igual.
Usamos el término epidemia de varias maneras, la mayoría de veces cada vez más lejos de sus raíces de eventos pasados específicos. Incluso en relación con la salud, empleamos la palabra en contextos cada vez más amplios que sus orígenes históricos. En los medios de comunicación todos los días se escucha de «epidemias» de alcoholismo, drogadicción, corrupción, accidentes automovilísticos. La palabra tiene un sinnúmero de usos vinculados a retóricas y a políticas específicas. Los historiadores médicos hablan de una epidemia de tuberculosis que duró décadas en Europa entre 1700 y 1870 y entonces le llamamos la endemia y de una epidemia de fiebre reumática en el la primera parte del siglo XIX.
La intención tiene un fundamento general y claro: vestir ciertos fenómenos sociales indeseables pero tolerados como un fenómeno al que llamamos epidemia «real» y ello lo asociamos a un elemento emocional. Los aspectos definitorios de esa realidad emocional asociada al daño y deterioro corporal visible a todos, por supuesto culmina con el miedo y la muerte súbita y generalizada. La peste, el cólera, la fiebre amarilla y el tifus es asociada en todas las culturas con la experiencia de epidemias, no el alcohol y los automóviles. Las últimas epidemias sanitarias como las de la influenza, Ebola, H1N1, el SIDA nos ha recordado con fuerza ese entendimiento tradicional. Pero hay otro componente definitorio de las epidemias que necesita énfasis, y esta es su calidad súbita y episódica única. Una verdadera epidemia, es un evento, no una tendencia. Provoca una respuesta inmediata y generalizada. Es muy visible y, a diferencia de algunos aspectos de la historia de las enfermedades en la humanidad, no es un evento con efecto imperceptible.
Como fenómeno social, una epidemia adopta una forma dramatica. Las epidemias comienzan en un momento dado en el tiempo, avanzan en etapas limitadas en espacio y duración, siguen una línea argumental de tensión creciente y reveladora, avanzan hacia una crisis de carácter individual y colectivo, luego se dirigen hacia el cierre. Otro de sus aspectos dramáticos es que moviliza a todos a realizar y representar rituales patentados que incorporan y reafirman valores sociales fundamentales y modos de comprensión de ellas.
Es su carácter público, su intensidad dramática, junto con la unidad de lugar y tiempo en que sucede y la multiplicada de daños ajenos a la salud que causan, lo que vuelve que las epidemias sean tan adecuadas para las preocupaciones de los moralistas como para la investigación de académicos que buscan una comprensión de la relación entre la ideología, la estructura social y la construcción de seres particulares dentro del evento. La muerte del personal de salud, por ejemplo, pasa a ser señalada a la par de las sinvergüenzas cometidas por algunos dañando la lucha emprendida por personal y comunidad.
Para el científico social, las epidemias constituyen un dispositivo natural extraordinariamente útil de estudio, pues se pueden encontrar en ellas objetos y experimentos naturales capaces de iluminar patrones fundamentales de valor social individual y grupal y práctica institucional. Las epidemias, constituyen una sección transversal a través de la sociedad que refleja en cómo maneja y se maneja en esa perspectiva transversal una configuración particular de políticas, formas institucionales y supuestos culturales. Así como un dramaturgo elige un tema y gestiona el desarrollo de la trama, una sociedad particular construye su respuesta característica a una epidemia y pone de manifiesto roles y actuaciones.
La experiencia mundial con el SIDA probablemente proporcionó materiales en abundancia para el análisis de la relación política-sociedad-individuo. En muchos sentidos en otras epidemias que le siguieron como las de la influenza, hemos recreado los patrones tradicionales de respuesta a una amenaza percibida. Pero si queremos comprender nuestra reacción contemporánea a un estímulo tradicional, debemos distinguir entre lo único y lo aparentemente universal entre esta epidemia en este momento y este lugar y la forma en que las comunidades han respondido a brotes episódicos de enfermedades infecciosas fulminantes en el pasado.
Nos hemos acostumbrado en el último medio siglo a pensar que ya no estamos sujetos a las incursiones de tales males y que todo tiene remedio y pronto. La muerte por enfermedad infecciosa aguda como el hambre se considera que ya no son problema más que en la clase pobre, ni siquiera en y para el país se diga lo contrario. Las enfermedades infecciosas potencialmente mortales se habían vuelto, casi por definición, susceptibles de intervención terapéutica o profiláctica. El SIDA nos vino a recordar que eso no era tan cierto; que esta sensación de seguridad podría haber sido prematura, el producto actitudinal de un momento histórico particular. El SIDA vino a demostrar que el tiempo de las epidemias tradicionales y viejas tomaba vigencia y muy moderna, evocando nuevos patrones de respuesta y al mismo tiempo provocando temores y miedos y así recordándonos que lo viejo no pasa de moda.
El incidente epidémico como evento narrativo
Son los literatos los que conmueven este mundo. La narrativa literaria que encontramos en el libro “la peste” de Camus comienza con una nota notablemente circunstancial: «Al salir de su cirugía en la mañana del 16 de abril, el Dr. Bernard Rieux sintió algo suave debajo de su pie. Era una rata muerta que yacía en medio del rellano. De improviso, la pateó hacia un lado y, sin pensarlo más, continuó su camino hacia abajo». La rata muerta simboliza y encarna la forma en que las epidemias aparentemente comienzan con algo que se le pone poca atención, poco notado en ese momento, pero a menudo revelador cuando se analiza en retrospectiva. El cuerpo afectado por la plaga de la rata subraya también la forma en que el hombre está atado en una red de relaciones biológicas que no se comprenden ni controlan fácilmente. Desde un punto de vista muy diferente, también ilustra la forma en que coexiste la circunstancial implacable de una epidemia. De hecho invoca necesariamente marcos más grandes de significado. La textura peculiar de cualquier epidemia refleja la interacción continua entre incidente, percepción, interpretación y respuesta.
No importa cuáles sean las intenciones literaria-filosóficas de, Daniel Defoe, Camus y otros que escriben y describen la peste en sus obras: eligen integrar en esa agenda intelectual literaria, la estructura moral e históricamente resonante de una epidemia en curso. Y su narrativa de hecho sigue de cerca el patrón arquetípico de las epidemias de peste históricas. Al igual que los actos en una obra convencionalmente estructurada, los eventos de una epidemia clásica se suceden en una secuencia narrativa predecible y estructurada acorde a lo que sucede en la epidemia.