La estremecedora visión del cadáver sobre la mesa de azulejos blancos de la morgue oriental, trajo sin querer a mi mente –como muchas veces vienen- los versos de Petrarca con que titulo esta columna. Y también pienso en Manrique cuando dice: “pues se va la vida a prisa/ como un sueño.” Y así se extinguió la de este joven -en plena guerra- que pasa a consolidar la colosal e imaginaria estatua del “Soldado Desconocido” que, después de tantas guerras -como vidas- se ha erigido en ¡tantos!, países, pero curiosamente no en el nuestro. Desconocido soldado porque se vuelve anónimo casi al día siguiente de su muerte, al día siguiente de su paso efímero por el mundo sobre el que ya no hace falta, sobre el que su ausencia pesa poco o nada.
Absurda muerte la de este estudiante por joven y por las circunstancias sin sentido en que se ha dado tanto históricas como ontológicas.
No podemos seguir viviendo en campos de batalla y de concentración ni en un cementerio silente, pacífico y mustio: corral de muertos. Nos hace daño a todos porque la violencia que ejercemos sobre otros se revierte en nuestros corazones. Porque la violencia que descargamos sobre el inerme se infiltra en nuestras articulaciones y arterias y nos infarta un día el corazón. Porque la violencia que infligimos sobre los que no pueden defenderse se vuelca de regreso sobe nuestra descendencia. De esto sabían mucho los dioses griegos que hicieron pagar a Edipo las pasiones desbocadas de Layo su padre.
Yo miro al estudiante muerto a miles de kilómetros de distancia -mediante la pantalla del televisor- pero igual me conmueve que si fuera presencial. Y me preguntaba: Por qué él y no yo que podría ser su padre. ¿La muerte acierta temprano al recoger su cosecha yerta y fría y huye pronta y no se atrasa una hora?
Y pensé que algunos de los que nos quedamos y nos atrasamos en este ciego reloj de la existencia, acaso tengamos menos suerte que los que se van de un tirón y sin largas exclamaciones o quejas y con el “agravante”: el de su juventud. Acaso vivir sea el peor de los castigos porque sumamos dolores sin cuento y padecimientos sin fin.
Se ha dicho que el peor de los males es el vivir y que la muerte es el mayor de los bienes posibles. Lo han repetido filósofos y poetas a lo largo de los siglos y algún sentido tendrá. ¿O es incontrovertible? Creo que era Kierkegaard quien en ”El diario de un seductor” decía que si los dioses quisieran castigar a fondo a los hombres los harían inmortales. Porque después de algunos siglos de vida los mismos hombres desesperados de vivir pedirían la muerte. Esto lo conocemos y lo sabemos bien quienes desde el fondo del dolor hemos clamado la muerte y su final callado y pacificador.
La vida huye y no se espera porque la muerte aguarda, como dice Petrarca pero por lo visto mi término no ha llegado aún y porque las píeles son guardadas en finísimos armarios y ello significa que debo continuar en medio de la guerra, en el centro del campo de concentración. Recordando amargo el guerrero encuentro guatemalteco; y viviendo -hoy que he aprendido por fin- que la vida es una dádiva golosa.
Mas por estas reflexiones es que Manrique dijo:
Así que cuando morimos, descansamos.
La vida es paradojal y cuando se vuelve más oscura: dilemática. A veces deseamos la muerte y, a veces la vida, no es suficiente manantial.
Cuando Petrarca pronuncia la frase que he citado en italiano antiguo, acaso no esté invocando a la muerte sino diciéndonos que aprovechemos el día. El día de hoy. Antes de que la muerte llegue.
El Carpe Diem de Horacio.