Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

La racionalidad a menudo es un supuesto que nuestros actos desmienten.  Me refiero, por ejemplo, a esa conducta ciega que nos lleva a comprar por impulso, sin lógica ni sentido.  Justo como cuando compramos libros sin necesitarlo, porque está de moda, por la portada “cool”, porque somos intelectuales.  Fue lo que me reprochó un día mi hijo en la caja de la librería: ¿Para qué los compras, si he visto varios que ni los has abierto?

Ya lo había pensado (a esta edad es muy difícil no enterarse de los propios vicios), pero en ocasiones es difícil frenarse.  Es como cuando el amante de las juergas se jura en una resaca descomunal no volver a beber ni salir con los amigotes.  Es inútil, ya sabemos que es una mentirilla fuera de cumplimiento.  En el caso de los libros, uno se autoengaña porque en el fuero interno se promete más autodisciplina, decisión para robar horas al sueño o hasta renunciar a entretenimientos (atender los videos tontos deYouTube o ver series de Netflix, si fuera el caso).

Por lo demás, yo tengo (y no me creo el único) una colección de compras inútiles que a menudo me echan en cara mis hijos, pero que no producen en mí el menor arrepentimiento.  Tengo a la vista, por ejemplo, mi guitarra.  La compré hace veinte años y la he usado unas tres veces.  Fue una adquisición nostálgica que me ligaba a mis años monacales.  “¿Por qué no comprarla si puedo alabar a Dios, me dije, en mis momentos de meditación?”.  Tonto de mí, apenas rasqué las cuerdas pocas veces y, peor aún, nunca hice meditación.

Ojalá nuestra guía fuera el pensamiento lógico, no sucede sino en contadas ocasiones.  El absurdo es lo nuestro.  La demencia y el olvido.  Pienso, en otra muestra singular, en la caja fuerte en forma de libro que compré para guardar mi ingente capital (producto de mi oficio docente y asesorías abundantes que tengo que rechazar).  Incluso perdí la llave, lo más que llegué a guardar fueron cinco dólares y unos doscientos córdobas.  Hoy luce casi nueva entre mis libros, sin que la use porque la llave está desaparecida.

Podría continuar narrándole mis compulsiones absurdas, pero temo su juicio inclemente y la pérdida de su afecto -si es que todavía lo preservo-.  Mejor cuénteme usted las incontables ocasiones en que se ha dejado gobernar por las emociones y la sumisión de la razón a esos impulsos ciegos.  Reconocerlo nos humaniza y hasta produce consuelo.

Le diré algo.  Si bien exorciza compartir la experiencia no crea que sea suficiente para abandonar las inclinaciones referidas.  Me he prometido, en mi empeño por lo mal sano, comprar una trompeta.  Quiero volver a mis andanzas de adolescente en que formé parte de un grupo y tocábamos melodías más bien profanas que religiosas.  Hoy sí, me he dicho, me aplicaré mucho aunque vuelva locos a los vecinos con el repertorio de jazz que ya tengo para interpretar.  Ojalá no falle en esta ocasión.

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